El comunicado emitido tras la cumbre europea del pasado 21 de julio ha sido interpretado por numerosos analistas como "la salvación del euro". De momento, el diferencial del bono español con relación al alemán se ha estrechado y las bolsas continentales han reaccionado al alza. Se han transmitido dos ideas a los mercados.
La primera es que se ampliará el European Financial Stability Facility (EFSF, por sus siglas en inglés), y la segunda, que el tipo de interés de los préstamos concedidos a Grecia, Portugal e Irlanda se recortará hasta el 3,5 por ciento y el plazo de madurez de sus deudas se amplía hasta los 15 años.
En la práctica, esto constituye una invitación a que los inversores compren deuda española y portuguesa, y a aliviar de manera coyuntural los problemas de la miniperiferia sin resolver la situación de fondo: esto es, su incapacidad de crecer para hacer frente a sus obligaciones.
Al mismo tiempo, la ampliación del EFSF no será suficiente para cubrir una hipotética asistencia a España e Italia y, además, crea una situación de riesgo moral, en tanto los inversores descuentan una acción de la Unión Europea para evitar la posible default de las economías española e italiana.
Por otra parte, existe una vaguedad extraordinaria sobre la implicación del sector privado en la resolución de la crisis de deuda europea. Desde Bruselas se afirma que el sector financiero europeo está dispuesto a financiar a Grecia a tasas de intereses similares a las ofrecidas por los prestamistas públicos, siempre y cuando eso se vea acompañado por la concesión de facilidades de crédito a las instituciones financieras.
Esto suena a la institucionalización de una política de quantitative easing por parte del BCE. En cualquier caso, el soporte de los bancos europeos a los países de la periferia es una declaración de principios en tanto no se sabe qué entidades querrán y podrán soportar/absorber las pérdidas derivadas de una reestructuración de la deuda griega y, probablemente, de las de Irlanda y Portugal.
En suma, los líderes europeos no han avanzado hacia la creación de un marco institucional adecuado para conjurar shocks económico-financieros que tengan un impacto desestabilizador sobre la eurozona. Se ha ganado tiempo, pero nada más. Así sucedió también el año pasado por estas fechas.
Al margen de la problemática derivada de la crisis de deuda soberana en la periferia, la cuestión subyacente es el futuro del Viejo Continente en un mundo globalizado en el que la aparición de nuevos y poderosos competidores amenaza con convertirlo en un espacio económico-financiero marginal.
En principio, la globalización no tendría por qué causar daños a la economía europea, sino todo lo contrario. La ampliación del mercado favorece la división internacional del trabajo y, en consecuencia, permite a cada economía especializarse en las actividades y sectores en los que tiene ventaja comparativa: esto constituye un juego de suma positiva en el que todos los participantes en él ganan. Éste es uno de los axiomas básicos de la teoría del comercio internacional y está avalado por una abrumadora evidencia empírica.
Sin embargo, aprovechar las oportunidades ofrecidas por la mundialización de la economía exige la existencia de un entramado de instituciones que permitan adaptarse a los cambios y desafíos del entorno con flexibilidad y rapidez. En este sentido, la Vieja Europa está muy mal posicionada frente a sus socios y competidores de, por ejemplo, los países emergentes.
Mayor intensidad en la periferia
La presencia de un exceso de regulación en los mercados de factores y productos frena la competitividad y la productividad de las empresas europeas. La existencia de una elevada fiscalidad sobre las rentas del trabajo, sobre el capital y sobre las sociedades penaliza la asunción de riesgos y la generación de trabajo, de ahorro y de inversión.
Por último, la actual configuración del Estado del Bienestar ocasiona una presión alcista estructural sobre el gasto público y produce efectos negativos sobre los incentivos de los agentes económicos. En suma, el modelo socioeconómico continental reduce el potencial de crecimiento europeo y su capacidad de competir en un escenario global.
Sin modificar de manera radical ese modelo, Europa está condenada a un declive económico que será mayor en los países de su periferia cuyos niveles de bienestar y de PIB per cápita son inferiores a los países centrales de la Unión. Éstos tienen la posibilidad de vivir -todavía mucho tiempo, o más tiempo- de la riqueza acumulada durante generaciones.
Éste no es el caso de economías como la griega, la española, la irlandesa, la portuguesa o la italiana. Desde esta perspectiva, la crisis de deuda europea es un subproducto de la crisis del sistema social y económico vigente en el Viejo Continente, que es incompatible con las demandas planteadas por la globalización.
Falta de liderazgo europeo
En términos históricos, la posición de Europa es en la actualidad muy similar a la del Bajo Imperio Romano o, más cerca, a la del Reino Unido de finales del siglo XIX y principios del XX, una sociedad de buscadores de rentas que han olvidado las causas que determinaron su prosperidad, mientras otras regiones del Planeta, léase Asia, han aprendido cuál es el camino que produjo el desarrollo de Occidente y han apostado fuerte por él.
La falta de un liderazgo europeo no se refleja sólo ni principalmente en la ausencia de una acción colectiva frente a la crisis de deuda que azota el Viejo Continente, sino también, y eso es mucho más importante, en la incapacidad de los gobiernos continentales en la tarea de impulsar las reformas necesarias para devolver el dinamismo perdido a la economía y a la sociedad europeas.
Si el statu quo se mantiene, Europa se convertirá en un parque temático y dejará de ser un agente económico y político a escala global. Éste no es un riesgo para pasado mañana, sino una evidencia ya.
Lorenzo Bernaldo de Quirós. Miembro del Consejo Editorial de elEconomista.