
Resulta tentador culpar a Silvio Berlusconi de que Italia se encuentre en el punto de mira de los mercados. Y yo, como el propio primer ministro, también sigo la máxima de Oscar Wilde: soy capaz de resistir todo menos la tentación. Sin embargo, por una vez, culpar a Berlusconi no es del todo justo. Dos factores de mayor envergadura y duración comparten también la culpa.
Desde luego, el fracaso de Berlusconi desde que entró en política en 1994 en cumplir su promesa de implantar una reforma liberal en Italia es una razón fundamental de por qué la tercera economía del euro es vulnerable a la crisis de la deuda soberana.
Su crecimiento ha sido anémico. En los diez últimos años, el PIB ha aumentado menos del 3 por ciento, mientras que el francés ha crecido un 12 por ciento. Su deuda pública representa hoy el mismo porcentaje del PIB que en 1995, el 120 por ciento, la segunda más alta de la eurozona, sólo después de Grecia.
Como resultado, Italia es vulnerable a cualquier aumento del coste de los préstamos del Estado, y eso pese a que el ministro de Economía, Giulio Tremonti, ha logrado sobreponerse a los instintos derrochadores de su jefe y ha dirigido una de las políticas fiscales más estrictas de la eurozona, con un déficit presupuestario de menos de la mitad del británico este año.
Con tales noticias, un análisis del mayor banco de Italia, UniCredit, desvela que a falta de un crecimiento económico más rápido, basta con un aumento de dos puntos porcentuales en los costes medios de los préstamos del Estado para que el nivel de deuda pública se encamine en la dirección griega. Y eso es precisamente lo que ha estado ocurriendo.
La mitad de la deuda italiana se financia internamente, adquirida por bancos, compañías de seguros y hogares. Eso proporciona un cierto alivio, pero significa que la otra mitad del capital -1,5 billones de euros de deuda- sigue en manos de inversores internacionales, más nómadas y exigentes.
La noticia de que Berlusconi ha intentado desprenderse de Tremonti, su único ministro respetado internacionalmente, así como haber hecho pública su preferencia por más recortes fiscales en el nuevo programa de austeridad elaborado por él, no podían sino enfurecer a los mercados. Era una irresponsabilidad típica suya, y con la misma desfachatez invirtió su postura y abogó por la unidad nacional respecto al Presupuesto.
Eso es lo que ha prevalecido al final, y el Presupuesto se ha aprobado, aunque sigue quedando espacio para las dudas en los mercados, dado que, incluso en los planes de Tremonti, el 80 por ciento de los recortes se posponen hasta 2013 y 2014. Tal vez, ha estado leyendo los discursos de Ed Balls.
Los italianos, acostumbrados
Típico es la palabra exacta, aunque los italianos se han acostumbrado a la conducta de Berlusconi. Sin embargo, hay algo más que empieza a parecer típico y no viene de Italia, sino de los Gobiernos del norte de Europa que últimamente dictan las normas, sobre todo Alemania.
Es la continua indiferencia hacia la realidad de la situación de la deuda en la eurozona y las consecuencias para otros miembros de las medidas emprendidas o previstas para uno de ellos. Resulta extraño que, tratándose de una moneda común, con una política monetaria común, Alemania se comporte como si cada país miembro pudiera tratarse por separado. Pero las consecuencias de asumir que se trata de un problema colectivo son económica y políticamente explosivas.
Berlín se ha acercado sigilosamente hacia una conclusión acertada: que Grecia, con sus indiscutibles esfuerzos de recortar el gasto público y recaudar más ingresos fiscales, es insolvente. No puede permitirse pagar las deudas al actual 150 por ciento del PIB y los paquetes de austeridad están haciendo los compromisos aún menos asequibles, en vez de lo contrario.
Hace falta encontrar el modo de reducir el peso de la deuda, como ocurrió en Latinoamérica durante los años 80. Los prestamistas deben condonar parte del valor de las deudas, incluidos los bancos alemanes, galos y el Banco Central Europeo, y a ninguno le hace mucha gracia.
Hacia un nuevo realismo
El nuevo realismo de que el alivio de la deuda es necesario se cuenta como un avance, pero pretender que baste hacerlo con Grecia es un engaño. Peor aún, es un engaño con consecuencias, como se pudo ver recientemente en la venta de bonos del Estado español, italiano e incluso, durante un tiempo, del francés.
Después de todo, si Atenas va a recibir alivio para su deuda, ¿por qué no pueden otros Gobiernos pedirlo también? Y, aunque digan que no, los mercados apostarán que van a hacerlo, por si acaso.
La única forma de evitar una condonación amplia y colectiva de la deuda estatal en la eurozona, con todas las pérdidas que eso causaría a los bancos, aseguradoras y fondos de pensiones, y el potencial caos en los mercados de seguro de deudas, es que el trato a Grecia parezca tan distinto al de los demás que convenza a los mercados de que otros no van a seguir sus pasos.
A falta de la anexión política presumiblemente inviable de Grecia por Alemania o la Comisión Europea, lo anterior significa la expulsión del euro que, aunque traería consigo una devaluación, es probable que también destierre a la economía helena de pedir prestado en los mercados financieros durante varios años.
Es una perspectiva aciaga para Europa y seguiría invitando a la especulación sobre otras expulsiones, pero concentraría las mentes de los Gobiernos. La alternativa, una condonación colectiva de la deuda estatal de la eurozona, nos lleva al segundo factor, más amplio, potencialmente duradero y manifiesto: que los bonos del Estado están pasando de ser supuestos reductos de la seguridad a situarse entre los más arriesgados.
Es el resultado de los impagos y las reestructuraciones de deudas. Los Estados querrían aparentar otra cosa, razón por la que se excluyó la deuda soberana de las pruebas iniciales de resistencia de los bancos europeos el año pasado. ¿Cómo va a causar resistencia un activo seguro? Pues cuando los Gobiernos deciden no pagarlo. Los últimos test de estrés publicados arrojan un buen índice de entidades aprobadas, también, porque se ha restado importancia al riesgo derivado de los eventuales impagos de la deuda.
Y a la vez, los Gobiernos tratan de forzar o por lo menos incentivar a sus entidades financieras para que acumulen más y más bonos estatales, introduciendo leyes que imponen mucha menos tenencia de capital en los bancos como respaldo de los títulos y exigen que las aseguradoras acumulen una parte concreta de sus activos en ese formato. Se debe a la tendencia de los reguladores y políticos a librar la última batalla en vez de la siguiente. Están abordando la conducta arriesgada pasada, no la actual.
Eso sí, las consecuencias nos acompañarán durante mucho tiempo. A nuestros principales depositantes de ahorros se les está empujando a prestar más a los Estados y menos a las empresas. Y esa represión financiera, como la llaman los banqueros, no es ninguna fórmula para el crecimiento económico rápido.
Bill Emmott, ex director de The Economist. © The Times.