Si usted ha estado alguna vez delante de un chino en una mesa de negociaciones, sabrá de qué le hablo. Los chinos sólo negocian cuando se ven en inferioridad; cuando se saben en posición de fuerza no negocian, sino que imponen. Viene esto a propósito de tres acontecimientos que ocurrieron la semana pasada en donde el mamporreo oficial queda convenientemente contrastado.
Primero, estalló un nuevo brote de violencia interétnica en Xinjiang, la provincia de mayoría musulmana donde, de forma recurrente, la cosa acaba en sangría. Esta vez el conflicto dejó 18 cadáveres más: terroristas que atacaron una comisaría, según Pekín, manifestantes de una protesta pacífica, según los uigures.
Que periódicamente haya revueltas y muertos demuestra que las políticas del Gobierno no están dando allí los resultados que buscan.
Mientras en Xinjiang se hacían picadillo, desde el Tíbet el vicepresidente chino Xi Jinping, quien lidera la carrera para suceder a Hu Jintao en 2013, se marcaba en el territorio más susceptible del país uno de esos discursos cocinados en lo más profundo de las entrañas del telón de bambú: "Destrozaremos cualquier intento de menoscabar la estabilidad en el Tíbet y la unidad nacional de la madre patria", arengó desde el Palacio de Potala de Lhasa, con la televisión en directo para toda la nación.
Nada ha cambiado desde la invasión de 1950: pese a que la violencia periódica cuestiona repetidamente su legitimidad allí, el régimen no se mueve ni un milímetro. Ni siquiera para negociar ahora una solución que podría ser definitiva con el Dalai Lama, pese a la certeza de que el movimiento tibetano se radicalizará después de su muerte.
También la semana pasada, el conflicto territorial por las Islas Spratly en el Mar de la China Meridional subía de temperatura. La soberanía del archipiélago, que es rico en gas natural, además de ser estratégico porque por sus aguas atraviesan las principales rutas marítimas, se lo disputan China y otros cinco países: Vietnam, Malasia, Filipinas, Taiwán y Brunei.
Pekín aborda el asunto por una triple vía: en cuanto a su demanda territorial, lo reclama absolutamente todo pese a que su defensa jurídica e histórica es insostenible; en lo político, se niega a que el asunto se resuelva multilateralmente, lo que le restaría capacidad de influencia; y en la práctica, la estrecha vigilancia que ejercen las patrulleras chinas ocasiona constantes altercados con barcos pesqueros vietnamitas y filipinos, muertos incluidos.
Un mensaje inquietante
A la vez, el gigante asiático moderniza e incrementa a marchas forzadas su capacidad militar naval: su primer portaaviones estará operativo este año, cuenta con submarinos nucleares y ha desarrollado misiles capaces de hundir portaaviones.
De todo ello, lo preocupante no es la potencia militar que se deriva del rearme chino, sino el mensaje político que subyace: el de que, eventualmente, está dispuesto a usar la fuerza. Ello explica que los países del sudeste asiático, con los que comparte fronteras, aguas e intereses, opten por la doble estrategia de estrechar los vínculos económicos con el gigante mientras se ponen a cubierto de él estrechando los militares con Estados Unidos.
Con los tres casos aquí descritos, queda meridianamente claro que a China le gusta mucho más imponer sus condiciones que negociar, ya sea en Xinjiang, en el Tíbet, en el Mar de la China Meridional o en el mundo. Negociar es visto como una debilidad, imponer es vencer. En este sentido, la propia naturaleza del poder en China, donde la toma de decisiones dentro del Partido Comunista es un ejercicio colegiado de funambulismo, tiene mucho que ver con el hecho de que nadie en su seno se atreva a defender posturas que puedan ser interpretadas como débiles por sus camaradas.
Las inercias del poder llevan a los halcones a imponerse siempre sobre las palomas. La cuestión de fondo es más preocupante: ¿será así como China resolverá sus conflictos cuando sea una potencia hegemónica? ¿Será así el ascenso pacífico del gigante?