He escrito en otra ocasión sobre las tesis que determinados economistas españoles mantuv ieron sobre el Tratado de Mäastricht a mediados de la década de los noventa. Todas esas tesis coincidían en afirmar que dicho tratado no era otra cosa que una reforma constitucional encubierta.
Es más, incluso se llegó a criticar el texto constitucional del año 1978 como carente de toda racionalidad económica.
En cualquier sistema político que se reclame democrático, existe una serie de principios, de valores, de métodos y también de prácticas que si son incumplidos, lo invalidan totalmente como tal democracia.
Es decir, la democracia no se concreta en la convocatoria a la ciudadanía para votar cada equis tiempo; se necesita una serie de requisitos que son consustanciales con ella: la publicidad de la información, los plazos, más canales de participación y sobre todo la general aceptación de los centros de decisión democrática, de decisión política.
Ese marco conceptual y práctico no es otro que la Constitución y su desarrollo.
Si mis lectores tienen paciencia y también tienen ganas de quedarse asombrados, debieran comparar el articulado de la Constitución de 1978 con el llamado Pacto del Euro: contenidos, plazos y, sobre todo, la índole de los centros de poder que han perpetrado dicho acuerdo.
La renuncia a la unidad política de Europa no es, tal y como pretenden algunos europeístas de invernadero, una cuestión de paciencia en los laboratorios de la diplomacia comunitaria, es toda una opción política por la que los textos constituyentes y las decisiones económicas no deben ser tomadas por los órganos políticos, sino por centros de decisión sin legitimidad constitucionalmente democrática para ello.
Así, de esta manera, los Gobiernos y sus funciones quedan relegados a meros instrumentos pasivos que aceptan el papel de acólitos según la ideologizada concepción de la economía al uso. ¿Qué tiene que ver esto con la Democracia?
Julio Anguita. Excoordinador General de IU.