Opinión

Lorenzo B. de Quirós: Vive como quieras

Desde su llegada al Gobierno, el PSOE, apoyado en numerosas ocasiones por los demás grupos parlamentarios, ha aprobado una serie de iniciativas cuyo resultado es una severa limitación de las libertades.

Desde la legislación anti-alcohol y anti-tabaco, por citar dos casos emblemáticos, a la reciente normativa sobre seguridad alimentaria, pasando por la prohibición de la oferta de servicios sexuales en los medios de comunicación, se han adoptado un conjunto de medidas que invaden la esfera de autonomía de los individuos, coartan la libertad de empresa y transfieren al Estado una tutela efectiva sobre aspectos básicos de su vida.

Con independencia de sus buenas intenciones, esta filosofía intervencionista refleja un paternalismo autoritario no sólo incompatible con la esencia de una democracia liberal, sino también ineficiente, ya que sus costes superan ampliamente sus teóricos beneficios.

Libre albedrío

Cuando se aborda el debate sobre las prohibiciones, se olvida una cuestión central. Las personas han de tener libertad para vivir como deseen siempre y cuando su actuación no dañe a terceros. En una sociedad libre, la Administración carece de potestad para proteger a los individuos adultos con pleno uso de sus facultades mentales en contra de su voluntad.

Tampoco goza de legitimidad para imponerles por la fuerza comportamientos que, si bien pueden contar con un amplio consenso social en un momento concreto, suponen una restricción a su libre albedrío. En este campo, la única función legítima del Estado es velar por que los consumidores de cualquier bien o servicio tengan acceso a una información veraz y castigar el fraude si éste se produce.

Lo punible no es beber, comer determinados productos o demandar determinados servicios, incluso en exceso, sino si las consecuencias de hacerlo dañan o lesionan derechos de terceros. Cuando esto no sucede, el Estado ha de abstenerse de intervenir.

No basta esgrimir la hipotética o real presunción de que el consumo de un bien o de un servicio determinado perjudique a quienes lo consumen para prohibir o restringir su uso o las formas de promocionarlo. De entrada, juzgar intenciones en vez de hechos fue una de las impugnaciones fundamentales planteadas por el liberalismo clásico contra el Antiguo Régimen.

Pero además, la aceptación de ese axioma erosiona la responsabilidad individual, fundamento de la sociedad democrática, y justifica una extensión sin límite de la intervención del Estado. Milton Friedman decía que los escritos de Marx han provocado más muertes que el uso del alcohol o del tabaco.

Si se aceptasen las consecuencias últimas de la lógica paternalista, los libros de Don Carlos deberían prohibirse? Al mismo tiempo, ese planteamiento asume la tesis según la cual los poderes públicos conocen mejor que los individuos sus propias necesidades y tienen más interés que ellos, por ejemplo, en preservar su salud. Esto es absurdo y, además, pone en tela de juicio las bases mismas de la democracia, esto es, la capacidad de los individuos de elegir a sus gobernantes. Si la gente no es racional para decidir lo que come o bebe, es difícil sostener que sí lo es para votar a sus representantes.

Castigo indiscriminado

Las prohibiciones castigan también de manera indiscriminada a los consumidores. Al margen de sus consecuencias económicas o de sus objetivos recaudatorios, la subida de los impuestos sobre algunos productos para disuadir de su consumo, léase el alcohol o el tabaco, los soportan por igual tanto las personas que hacen un uso moderado de esos bienes como las que no lo hacen. Así se equipara la conducta de los irresponsables con la de los responsables, lo que quiebra cualquier criterio de equidad.

Del mismo modo, prohibir la publicidad de una serie de productos o servicios lesiona un derecho fundamental, la libertad de expresión, lo que es dudosamente constitucional y priva a los ciudadanos de una información valiosa para tomar sus decisiones con racionalidad. En este sentido, la manida hipótesis de que la publicidad influye para que la gente adquiera cosas que no desea o dañinas se ve desmentida por una amplia evidencia empírica (Ver Prohibitions, Ed. por John Meadowcroft, IEA, 2008).

La normativa orientada a prohibir o restringir el consumo de determinados bienes y servicios genera efectos perversos, entre otras cosas porque la restricción de su oferta no hace desaparecer su demanda. De esta manera, se incentiva la emergencia de mercados negros en los cuales aquéllos se ofertan a unos precios superiores y/o en unas condiciones de calidad y de seguridad inferiores a las que se darían en un mercado libre. Por otro lado, alrededor de lo prohibido se crea un glamour extraordinario que aumenta, en lugar de reducir, la demanda de ese tipo de productos.

El resultado, como demuestran los datos comparados, es claro: las reglamentaciones prohibicionistas o restrictivas impuestas al uso y difusión de los bienes y servicios penalizados no han tenido un impacto significativo sobre la tendencia de la gente a consumirlos. Lo único que logran es incrementar la burocracia y el gasto público destinados a aplicarlas.

¿Y las empresas?

Por último, la mayoría de las regulaciones/prohibiciones se han materializado a causa de la connivencia y/o el miedo de las empresas. Éstas no han sabido, no han querido o no han podido presentar un frente común contra normativas contrarias a la libertad de los consumidores y a la libertad de empresa. Han optado por la estrategia del mal menor, centrada en hacer concesiones permanentes con la intención de salvar lo esencial, lo que supone asumir que su actividad es dañina y confiar su suerte a la benevolencia del poder.

Al final, les ha pasado aquello que recoge la frase atribuida a Bertolt Brecht: "Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después vinieron por los socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los judíos, y yo no hablé porque no era judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí".

En suma, las medidas prohibicionistas usan la coerción estatal para imponer a la gente el modelo vital deseado por las mayorías coyunturales salidas de las urnas o, peor, de los grupos de interés con mayor capacidad de movilización y de presión política. Su aceptación revalida la creencia de que los poderes públicos u ocultos tienen derecho a obligar a los individuos a vivir como ellos desean.

Esto implica asumir que la libertad es la plasmación de los deseos de los gobiernos de turno o de los poderosos, lo que constituye una garantía precaria e inaceptable de la misma.

Lorenzo B. de Quirós, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.

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