La nueva regulación de los expedientes de regulación de empleo flexibiliza los motivos para iniciarlos, pero complica su aplicación en una empresa mediana o pequeña hasta casi imposibilitarla.
La reforma laboral de 2010 admitía las pérdidas previstas como germen de un despido colectivo sólo si se justificaba su carácter estructural. Ahora, su desarrollo ablanda esta exigencia y admite la mera intuición de pérdidas o merma de ingresos, pero no resultará más fácil ajustar plantillas para tratar de salvar la empresa porque, como contrapartida, se han elevado las exigencias burocráticas.
Algo discriminatorio, pues la complejidad documental no supone un escollo para una gran compañía, pero sí para una pyme carente de la infraestructura administrativa y la capacidad económica necesarias para reunir, en una situación crítica, tan variada y profusa documentación: auditorías, informes, declaraciones, estados contables, planes de acompañamiento social...
Todo menos facilitar un proceso al que la pyme llega en último recurso, como solución desesperada para apuntalar su supervivencia y viabilidad. Los ERE se abordan para evitar un cierre que llevaría a toda la plantilla al paro, dañando de paso a acreedores y empresas auxiliares.
Pero esto son cuestiones que el Gobierno debió considerar mucho antes, al elaborar la descafeinada reforma laboral. El desarrollo reglamentario sólo puede concretar retoques sobre su tímido esquema.
Y con la negociación colectiva, tampoco se ha abordado el punto clave: cómo facilitar a nuestro tejido productivo los mecanismos para ajustarse vía horarios, turnos y retribución sin expulsar a tantos trabajadores.