Opinión

Juan Carlos Arce: Convenios: así mueren los dioses

Después de medio año de secretismo, empresarios y sindicatos se levantan de la mesa. No han sabido negociar cómo tienen que negociar. No han querido ponerse de acuerdo ni siquiera en las reglas generales sobre cómo intentar ponerse de acuerdo. Mal presagio.

 Y el Gobierno, como si fuera un dios mitológico, ha bajado al mundo de los mortales para imponer su propia reforma de la negociación colectiva, una prueba más de que está completamente instalado en el reino terminal del disparate, atrofiado por la absoluta inconsistencia de sus propias convicciones, que probablemente ya ni siquiera existen, si es que un día las tuvo.

Reformar la negociación colectiva hoy no era sólo modificar algunas reglas jurídicas con la intención de mandar a Europa y a los mercados una señal de humo, otro engaño, un artificio. Se trataba, sobre todo, de eliminar obstáculos para crear empleo y de reordenar las relaciones entre empresarios y sindicatos para que el convenio colectivo fuera un instrumento de cooperación técnica entre las partes que superara su limitada concepción actual como un mero acuerdo sobre jornada y salarios.

La reforma mantiene la ultraactividad a pesar de que un convenio es una regulación temporal y no debe ir más allá del periodo acordado. Eso supone admitir la absurda idea de que lo pactado en un convenio se ha petrificado y está vigente hasta que sea sustituido por otro acuerdo.

Pero la aplicación de los convenios hasta su sustitución por otros hace que lo negociado para otros momentos y otras coyunturas sea el punto de partida de futuras negociaciones.

Arbitraje como norma

Siempre habrá una parte interesada en prolongar sus efectos más allá del límite temporal y bastará negociar con el propósito de no alcanzar ningún acuerdo para que no pueda renovarse el convenio y aunque haya vencido se mantendrá vigente, lo que llevará a muchas empresas a reducir plantilla antes de que las diferencias las dirima un árbitro.

El arbitraje en los convenios es siempre la expresión de un fracaso de la negociación porque las partes son incapaces de ponerse de acuerdo y tienen que enviar al exterior, a un tercero, la solución de sus asuntos. Y eso es lo que el Gobierno ha decidido que sea la norma.

La reforma tampoco acaba con la eficacia general del convenio, esto es, con la aplicación de lo pactado a toda la profesión o a todo el sector, una eficacia general que genera rigidez y que obliga incluso a los empresarios y trabajadores que pueden no aceptar a los negociadores como sus representantes. Por otra parte, la reforma sigue sacralizando los convenios como si fueran leyes en vez de acuerdos. Un fiasco.

Los movimientos del Gobierno

Las cosas que se hacen tienen normalmente consecuencias. Pero las consecuencias de lo que no se hace son casi siempre mucho más graves. Y el Gobierno no ha reformado la negociación colectiva, simplemente ha cambiado algunas reglas.

Como dioses tumbados sobre triclinios, los ministros reunidos en Consejo han alumbrado a los mortales su reforma. Si fueran dioses de verdad, todavía cabría pensar que el Gobierno ha tenido buenas intenciones aunque la reforma no dure ni seis meses. Pero la realidad es que es el Gobierno el que ya sólo va a durar seis meses.

Mientras, ha traído al mundo una reforma, pero no la que hacía falta. Porque el Gobierno, como un dios indolente, está ya muy lejos de los mortales, de los ciudadanos de verdad, no entiende el mundo real, ni el desempleo, ni el mercado de trabajo, ni la crisis, ni el futuro.

No entiende tampoco, queda claro, la negociación colectiva y, además, todos los problemas le producen un divino aburrimiento y ya solo se ocupa de sí mismo y de un señor que se llama Alfredo. Así mueren los dioses.

Juan Carlos Arce. Profesor del Derecho del Trabajo y Seg. Social. Universidad Autónoma de Madrid.

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