El clamor contra la frustrante y, a decir del ministro del ramo, transitiva reforma de la negociación colectiva me lleva a pensar qué tipo de expectativas nos ofrece el candidato in pectore del Partido Socialista para las elecciones generales.
La trayectoria de Alfredo Pérez Rubalcaba está indisolublemente unida a la de José Luis Rodríguez Zapatero y demás compañeros mártires del Consejo.
No existe un posible distanciamiento dialéctico brechtiano, sino puro y duro realismo de Stanislavsky: hay que repartirse la carga y la frustración y, asumiendo por una vez y sin que sirva de precedente un eslogan socializante, el que más puede, que pague más. Es decir, si es el primero de los vicepresidentes y además ministro del Interior, me temo que tiene un alto porcentaje del fracaso en su cuenta particular.
En lo que le es propio, lo de jefe de los guardias, los acontecimientos le tienen completamente desbordado. No ha encontrado ni el cómo ni el cuándo para dar una respuesta a la insurrección de los toldos. Su patética apelación a la prudencia, prudencia y prudencia del viernes le deja ante la opinión pública con el pantalón en los tobillos.
En cuanto al más elevado destino de vicepresidente uno, su discurso enfático lo lleva a asegurar que cree conocer lo que necesita España, pero consiente, por ejemplo, una reforma laboral inicua sobre la que las voces más autorizadas coinciden en que va directa al éxito en dirección contraria.
Al Gobierno le ocurre lo que a los equipos descendidos de categoría mucho antes de que acabe el campeonato, que en todos los partidos los golean de manera inclemente y además se meten los goles en propia puerta. (Véase la tragicómica aparición de López Garrido en Berlín).
La confianza de Rubalcaba en que en los próximos nueve meses puede ocurrir el milagro de ETA para redimirlo de todo lo anterior sólo es egoísmo personalista y providencialismo. Laico, por supuesto.
Hernando F. Calleja. Periodista en elEconomista.
