Entre los descontentos del sistema político español, un argumento recurrente es el de la corrupción. Sin embargo, el binomio democracia representativa-corrupción no es un sinónimo per se. Tampoco la discusión acerca de esa patología se zanja con una llamada a la regeneración ética y moral de la sociedad, como si eso sirviese para algo. La historia muestra las dificultades y los peligros que entrañan los intentos de crear un hombre bueno o nuevo desde el poder político.
Quizá por eso, el primer paso para crear una atmósfera pública más limpia sea aceptar la debilidad de la naturaleza humana y adoptar un enfoque más humilde que el de pretender moralizar a los individuos, tarea más propia de las iglesias que de los gobiernos. Eso contando con que los tribunales de Justicia han de castigar con la contundencia necesaria a los corruptos. En cualquier caso, en España, el debate sobre la materia se plantea en términos erróneos. La manera de frenar la corrupción no es con más democracia, sino con más liberalismo.
En el plano de la actividad política, lo importante no es aspirar o intentar hacer a la gente mejor, sino crear y mantener reglas que limiten la forma en que cada persona está autorizada a adecuar su conducta a la de los demás. La idea de que las reglas pueden ser sustitutas de la moral -sustitutos imperfectos, pero sustitutos al fin y al cabo- ha sido familiar a los filósofos y a los economistas, al menos desde los tiempos de Hume, Ferguson, Smith y demás miembros de la Escuela Escocesa. De hecho, el gran descubrimiento intelectual del siglo XVIII fue el orden espontáneo del mercado, la idea según la cual, en un marco normativo adecuado, los individuos, siguiendo sus propios intereses, pueden promover los de los demás.
Esos mismos sujetos, con iguales motivaciones y capacidades, pueden generar resultados totalmente distintos bajo un marco institucional intervencionista. Cuanto mayor es el poder económico y social de los gobiernos, mayores son las posibilidades de discrecionalidad, arbitrariedad y corrupción en su ejercicio. Por eso, el énfasis en lo institucional es fundamental, porque no se puede dar por sentado que el uso de los poderes poseídos por los agentes políticos en cualquier régimen político concreto será ejercido en interés de todos, a menos que exista una serie de restricciones al mismo. Hume expresó esa intuición con una claridad meridiana: "Para restringir cualquier sistema de gobierno y fijar diversos controles y frenos constitucionales, debemos suponer que son bellacos y no persiguen en sus acciones otro fin que el interés privado".
En este contexto, resulta curioso que gentes como los aglutinados en torno al Movimiento 15-M deseen a la vez combatir la corrupción y ampliar la esfera de actuación estatal. El nivel de corrupción existente en un régimen político es directamente proporcional a su grado de estatización. Es absurdo poner al zorro a cuidar el gallinero. En este contexto, Jean François Revel señaló que existen dos tipos básicos de corrupción. El primero, al que están expuestos sobre todo los sistemas democráticos, se deriva de la posible colusión entre el poder político y las empresas: adjudicaciones, subvenciones, empleos públicos... En las sociedades democráticas, el riesgo de corrupción aumenta a medida que lo hacen el dirigismo y el intervencionismo. El segundo es el propio de los sistemas colectivos o ampliamente nacionalizados, en los que la propiedad del Estado y el patrimonio nacional se confunden.
En este contexto, la única forma de limpiar la escena de las democracias occidentales no es situar al frente de los órganos políticos y administrativos a seres inmaculados, sino impedir que el poder sea mal utilizado por los malvados o pueda corromper a los justos. Esto supone cambiar el planteamiento de ¿quién gobierna? por el de ¿cuánto poder se debe confiar al gobernante? Aquí la respuesta es evidente: el menor posible para que pueda hacer el menor daño posible. Los tres métodos para limitar el poder estatal son el Estado de Derecho, la economía de mercado y el federalismo. El primero encierra el leviatán entre los barrotes de la división de poderes y el establecimiento de un marco general de normas; el segundo separa drásticamente el poder político de la actividad económica; el tercero distribuye territorialmente el poder. La unión de estos tres elementos es la más firme garantía contra la corrupción y la degeneración del sistema democrático.
En definitiva, la corrupción es el vicio o patología por el que se pervierte el verdadero significado de las cosas. Aplicado a la cosa pública, el criterio para medir el peligro de corrupción se expresa con claridad en la célebre máxima de Lord Acton: "El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente". Cuando se eliminan o se debilitan los mecanismos que hacen posible evitar que los gobernantes o los funcionarios incompetentes o deshonestos abusen de su poder, la democracia se pervierte inevitablemente. La única forma de impedir esa deriva es con más democracia; ni con listas abiertas, ni con cambios en la ley electoral. Estos objetivos pueden ser deseables, pero no porque sirvan para suprimir o disminuir la corrupción. La forma de lograr esa meta es adelgazar el Estado.
Lorenzo Bernaldo de Quirós es miembro del Consejo Editorial de elEconomista.