
La zona euro continúa en un estado de alta tensión debido a la crisis soberana sin cerrar de determinados países periféricos. Desde que, hace un año, Grecia estuviera al borde de la bancarrota, nuestros líderes políticos en el Ecofin y el Consejo Europeo han adoptado la postura de que desde las instituciones europeas no se permitiría que un país, llámese como uno quiera, entrara en suspensión de pagos.
Para Portugal, se ha aprobado recientemente la concesión de ayudas por un volumen de 78.000 millones. Para Grecia, a los ministros les parece imprescindible un segundo plan de rescate (unos 68.000 millones), una vez que el primer plan (110.000 millones) no ha resuelto el problema de insolvencia, y no ha logrado devolver al país la credibilidad financiera que necesita para poder acceder a los mercados internacionales de capitales en busca de una refinanciación de la deuda a condiciones normales, lo que estaba previsto para 2012. Recientemente, he escuchado decir en España que el papel de apagafuegos que ha asumido Bruselas tranquiliza mucho al Gobierno (sic).
Además, se ha decidido aumentar en el actual Fondo de rescate (Facilidad Europea de Estabilidad, EFSF) la capacidad efectiva de préstamo desde los 220.000 millones hasta los 440.000 millones que preveía la dotación inicial en términos nominales. Esto era necesario, según los políticos, puesto que el Fondo aspira a tener la máxima calificación (un rating AAA) para colocar todas sus emisiones a un tipo de interés relativamente bajo, lo cual requiere las garantías dadas por los países de la triple A, que son seis (por orden de sus aportaciones: Alemania, Francia, Holanda, Austria, Finlandia y Luxemburgo). Pero la decisión de los políticos no es convincente.
Por un lado, había alternativas: una, que los (demás) países peor clasificados hubieran realizado en el Fondo un depósito en efectivo, equivalente al importe de sus garantías; otra, que el Fondo separara sus emisiones y las dividiera en dos o más tipos de rating, aceptando, claro está, la diferenciación de las rentabilidades.
Incluso descartando estas alternativas, las reglas de funcionamiento del Fondo de rescate establecen que un país que solicite ayudas deja de ser un proveedor de garantías. Los demás países tienen que aumentar las suyas. Entonces, el cálculo de la capacidad real de préstamo es otro, como ha revelado recientemente el Instituto Ifo de Munich con un ejemplo extremo: que tras Irlanda tuvieran que ser rescatados Portugal y España (para Grecia hay un fondo especial).
En este caso hipotético, los países de la triple A asumirían una garantía total de 314.630 millones (en vez de 255.440 millones). Si a esto añadimos las contribuciones de los países de la triple A a la línea de crédito abierta por el FMI (187.000 millones de un total de 250.000 millones) más las prestaciones de la Comisión Europea (60.000 millones), obtenemos un montante total para la asistencia financiera de 562.000 millones. Es decir, no era necesario elevar la dotación; ahora tenemos un Fondo de rescate sobredimensionado.
El mismo juego se ha hecho con respecto al futuro Fondo, el Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera (ESM), que entrará en vigor en 2013 y que ya no será transitorio, como el actual, sino una institución de asistencia financiera permanente. Tendrá una dotación nominal de 700.000 millones con una disponibilidad, según se dice erróneamente, de 500.000 millones.
Un mensaje complicado
El mensaje que transmiten los líderes políticos es muy problemático, por tres razones. La primera, que su expectativa de un futuro con una sostenibilidad de las finanzas públicas en todos los países miembros es muy débil. ¿Quién sino ellos mismos sabe lo que da de sí o no la clase política?
Segundo, para los gobiernos insensatos no existirá un freno contra el despilfarro y un endeudamiento desmesurado. El parasitismo, con un reclamo a todas luces descarado a la solidaridad, está servido.
Tercero, las entidades financieras no serán lo suficientemente rigurosas a la hora de analizar el riesgo de impagos. Para los bancos, la tentación es la de crecer ilimitadamente con el fin de adquirir una relevancia sistémica (too big to fail). Es entonces cuando estas entidades disfrutan de una protección implícita por parte del Estado como prestamista de última instancia, si es que el Estado tiene capacidad para ello y no quiebra él mismo, como a punto estuvo Irlanda, y antes Islandia (too big to save).
Para evitar tales incentivos perversos, es urgente cambiar de chip: en vez de tomar la costumbre de activar desde el exterior dinero para el tratamiento de una crisis soberana en un país, sin garantía alguna de éxito, hay que desarrollar un mecanismo eficaz para la resolución de quiebras de Estado, si ésta supone el último recurso. Esto implica una moratoria y una reestructuración ordenada de la deuda pública a cuenta de los acreedores nacionales y extranjeros (bancos, fundamentalmente). La corresponsabilidad del sector privado es tan inexorable como lo es la obviedad de que el país endeudado tiene que poder sobrevivir.
La participación privada puede ser de dos formas: aplicando un modelo de carácter suave, basado en la voluntariedad, que contempla un alargamiento de los vencimientos y una reducción de los tipos de interés; o imponiendo por coacción un modelo duro, con quitas de la deuda auxiliada.
Proceso griego
En el caso de Grecia, ya se intensifican los rumores de que habrá que proceder a una reestructuración de la deuda soberana. A Irlanda y Portugal también les puede tocar. El BCE se opone a ello y pinta un escenario apocalíptico en caso de que se haga. Pero también allí deben saber que para que la situación no vaya a peor lo razonable es reestructurar, y no marear más la perdiz, por mucho que duela que una reestructuración mermaría su capital, dado que la entidad ha adquirido desde mayo pasado, en obediencia a deseos políticos, bonos estatales helenos por valor de miles de millones de euros.
No era aventurado pronosticar, como algunos hicimos en su día, que incluso con un plan severo de austeridad presupuestaria el ya elevado ratio de la deuda helena sobre el PIB iba a seguir aumentando, ahora pensamos que hasta el 160 por ciento en 2013. Un país como Grecia, con una manifiesta debilidad estructural de crecimiento económico, no lo podrá soportar.
Tampoco podrá devolver los préstamos recibidos, como ahora teme el FMI. La economía está inmersa desde 2009 en una profunda recesión, lo que dificulta sobremanera la reducción del déficit público. El déficit exterior por cuenta corriente continúa siendo elevado.
La rutina del rescate está abocada al fracaso. ¿Cuándo empezarán los políticos europeos a gestionar mejor la crisis soberana?
Juergen B. Donges. Profesor de la Universidad de Colonia.