Desde hace un tiempo acá, la palabra rescate se ha constituido en la estrella de los informativos, los tertulianos y el público en general. Y, desde luego, la operación financiera que dicho vocablo manifiesta no se compadece con los significados que los diccionarios económicos y jurídicos le otorgan a la palabra en cuestión.
En una de sus dos acepciones, el rescate consiste en poner fin a una hipoteca antes del plazo inicialmente previsto mediante el pago por parte del deudor de la cantidad pertinente.
En la otra se refiere a la acción que cualquier Administración realiza para recuperar la gestión de cualquier servicio público al que está obligada a dar cobertura por ley y que ella misma había confiado a un gestor privado.
El caso es que el rescate del que hoy se habla en toda la Unión Europea no es otra cosa que una especie de consolidación de la deuda por la que los préstamos y obligaciones de un ente con terceros son satisfechos mediante el endeudamiento del deudor con entidades casi siempre oficiales por un monto equivalente a lo adeudado.
Es decir, se trata de sustituir al acreedor o acreedores por otros. En el caso de Grecia, Irlanda o Portugal, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea asumen la deuda a cambio de uno varios préstamos con onerosas contrapartidas tanto en los ingresos como en los gastos del Estado rescatado.
En consecuencia, se puede afirmar que en ese sentido, la palabra rescate no es sino un eufemismo por el que se intenta velar que en el fondo lo que ha habido es un simple cambio de captores; los privados han sido sustituidos por entidades públicas internacionales, las cuales tienen instrumentos legales, políticos y económicos de mayor capacidad y potencia interventora que los antiguos acreedores.
Pero la cuestión que se suscita obedece a dos interrogantes: ¿realmente son otros los nuevos acreedores?, ¿de dónde provienen los fondos con los que los nuevos prestamistas acuden al rescate?
Julio Anguita. Ex Coordinador General de IU.