
Los parados son personas. Parece una obviedad pero no está de más insistir en ello. Los "casi" cinco millones de parados son personas, individuos desolados que se ven impedidos de realizarse, frustrados, marginados y olvidados por un sistema que, como mucho, los salva del hambre física gracias a precarios subsidios, a la beneficencia o, en la mayoría de los casos, a las redes de solidaridad familiar.
Cinco millones de personas, con casi 1,4 millones de familias con todos sus miembros en paro, totalizan un drama insoportable, que trasciende subjetivamente de todos los análisis econométricos que puedan hacerse, de todas las evaluaciones técnicas o políticas.
La envergadura del problema es tal que lo lógico sería que quienes lo han provocado -y no son sólo quienes ahora gobiernan- se apresuraran, compungidos, a invocar una reacción colectiva masiva, unitaria, encaminada a detectar con precisión las causas de la catástrofe y a explorar todas las actuaciones precisas para ponerle coto. Porque la dimensión del desaguisado es espectacular y algo habremos hecho pésimamente los españoles.
Lucha por las migajas de un poder desacreditado
Durante tres lustros, algunas tímidas voces alertaban a contracorriente del peligro que representaba mantener un sector construcción gravemente recalentado durante tanto tiempo. Se olvidó la necesidad de promover la modernización de nuestra economía, basada en el ladrillo y en el turismo de sol y playa. Se criticaba entonces a los malos augures y, mientras se mantenían estímulos fiscales para recalentar aún más la construcción, se afirmaba insistentemente que el inmobiliario experimentaría un "aterrizaje suave".
El Banco de España recomendaba mientras tanto aspirinas para curar la enfermedad mortal en que nos estábamos embarcando. Y el Gobierno y la oposición pugnaban por destacar en una competición demagógica y vacía. Lo cierto es que en los programas electorales del PP y del PSOE para las elecciones del 2008, cuando la crisis era ya una realidad tangible, los dos grandes partidos prometían a los españoles el pleno empleo. Los dos aseguraban que eran capaces de crear en el cuatrienio siguiente más de dos millones de nuevos empleos. Es lo que se llama sentido de la prospectiva.
En las actuales circunstancias, si existiera la suficiente madurez política, los grandes grupos políticos se apresurarían a convergir, a sentarse a la mesa a dialogar y negociar, a trasmitir a la ciudadanía perpleja y asustada una mínima esperanza de poner coto a esta sangría y de habilitar nuevas ideas para remontar la pendiente. Pero no: unos y otros continúan enfrascados en polémicas que no interesan a nadie, pugnando por las migajas de un poder que está ya completamente desacreditado.
La madurez de esta sociedad frena la desesperación, pero el sufrimiento empieza a ser insoportable. No deberíamos arriesgarnos sin tomar decisiones trascendentes a que la indignación rebase el punto de no retorno.