Los sindicatos hacen caja con los ajustes de plantilla. Además de las copiosas subvenciones que reciben del Estado y las comunidades autónomas, se embolsan entre un 5 y un 10 por ciento del coste de los despidos en cada ERE. El cobro de un porcentaje de las indemnizaciones se canaliza a través de sus asesorías jurídicas, y se estima que un ajuste laboral de tamaño medio les propicia una mordida de entre 100.000 y 300.000 euros.
Por esa razón, se torna necesario abrazar el modelo de recorte laboral en el que los costes corren a cargo de la empresa que optimiza su fuerza laboral, como el que planea Telefónica. Y es preciso abordar una reforma legal que ordene la maraña burocrática creada en torno a la figura de los ERE, algo que los sucesivos Gobiernos han pospuesto. Y es que los sindicatos son actores implicados en este despropósito. Los ajustes de plantilla son lógicos en una situación de crisis como la que arrastramos. Pero hay que evitar que estos despidos colectivos sean el caldo de cultivo de anomalías como la que nutre la caja de UGT y CCOO.
Además, estas organizaciones utilizan todo tipo de vericuetos para asegurarse la participación en estos procesos de ajuste. Incluso recurren a sociedades instrumentales o facturan por informes que no llegan a ver la luz. ¿No era la misión principal de un sindicalista defender al trabajador y sus derechos? Todo este circuito que desemboca en las arcas sindicales dificulta el mantenimiento de sus objetivos primigenios. Es preciso un sistema más limpio en el que la participación sindical esté al margen de prebendas que arrojen dudas sobre el objeto de su protección.