Recuerdo aquellas rotundas declaraciones de nuestros prohombres de la economía y las finanzas jurando por la salvación eterna de su alma que la Banca española era tan sólida como una roca.
Y aún me recuerdo apuntando que no era creíble semejante solidez teniendo en cuenta que nos encontrábamos en una coyuntura en la que la especulación inmobiliaria tenía un impacto fundamental en la valoración de activos de las entidades financieras.
Todos sabemos que con la economía, como con la filosofía, se puede hacer de todo. Hay "interpretaciones creativas" capaces de transformar el agua en vino, como el milagro de las bodas de Canaán.
Pero era evidente para cualquier persona con sentido común y no culterana verborrea y metalenguaje abstruso que la propiedad inmobiliaria estaba fantasiosamente sobrevalorada. Y que, cerrado el grifo de la financiación exterior, alguien tendría que pagar la juerga. Una juerga que había dejado de ser tal para convertirse en una obscena orgía en la que la mitad había quedado preñada y la otra mitad había contraído el SIDA.
Resultaba un oxímoron aquella sociedad en la que era más barato comprar que alquilar, era una directa contradicción en término. Era evidente que ese frágil andamiaje se derrumbaría y que el paro abriría una cadena de acción-reacción en la que las unidades familiares cuyo gasto equivalía a sus ingresos no serían capaces de pagar sus hipotecas en el momento en que uno de los dos perdiera su empleo. Y que las cajas se encontrarían con unos valores ficticios que contablemente mantendrían intachables sus balances aunque éstos tuvieran un agujero en la línea de flotación de mayor volumen que el que hundió.
Y aquellos negados malos augurios resultaron ciertos. Las cajas no se aguantan. Habrá que acudir a su rescate. Y lo pagaremos todos... sin que nada en lo esencial cambie. La culpa, como siempre, la tienen los que pagan, porque los que cobran son los que mandan.
Ya se sabe, pura demagogia.
Javier Nart. Abogado.