La intervención militar en Libia, avalada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, plantea serios interrogantes tanto desde el punto de vista político como militar.
Si el objetivo de la misión es humanitario -parar la violencia contra los civiles-, la pregunta es por qué no se interviene también en otros países donde el atropello a los derechos humanos es tan flagrante o más que el perpetrado contra ellos por el régimen libio. Si la meta es derribar al Gobierno de Gadafi y sustituirlo por un sistema democrático, eso obligaría al uso de fuerzas terrestres para ocupar el país y embarcarse en un proyecto de construcción del Estado durante un largo espacio temporal.
Si se obvia esta opción, la alternativa es armar a los rebeldes y, en consecuencia, alimentar una guerra civil. Cualquiera de esas opciones plantea un escenario inquietante y muestra la ausencia de una estrategia clara para abordar el problema. No hay, o no se conoce, un plan concreto con una perceptible combinación de medios y fines.
Por último, los ataques aéreos, desde la guerra de los Balcanes a la de Irak, en los años anteriores a la invasión aliada, no han servido nunca para hacer caer un régimen. Pero el escepticismo ante la intervención de los aliados en Libia se ve abonado por otras consideraciones.
Para empezar, se corre el riesgo de generar un efecto boomerang en las masas del mundo árabe ante una acción perpetrada por el imperialismo norteamericano y el neocolonialismo europeo. Aunque la Liga Árabe haya endosado las incursiones aéreas y navales contra las fuerzas de Gadafi para proteger a la población civil, la calle en los estados de la región considera marionetas de Washington a la mayoría de los regímenes representados en ella.
En este contexto, la hostilidad contra Occidente tiene serias posibilidades de incrementarse de manera brutal en la zona, alimentar el islamismo radical en Oriente Medio y acentuar, en lugar de paliar, la inestabilidad. Si esto sucede, el apoyo de los Estados moderados a la causa aliada tenderá a debilitarse de manera proporcional al nivel de la intervención y al grado de protesta de las turbas.
Por otra parte, existe un desconocimiento real y general sobre las verdaderas motivaciones de los rebeldes. Quizá sean unos paladines de la democracia alzados contra un brutal tirano, pero nadie lo sabe? Tal vez su móvil tenga otra relación de causalidad. Libia es un Estado artificial creado por los poderes coloniales.
Italia aglutinó en una sola entidad territorial tres provincias radicalmente diferentes: Cirenaica, en el este, con Bengasi y Tobruk como las dos grandes ciudades; Tripolitania, en el oeste, cuyo principal enclave urbano es Trípoli y la menos populosa e importante área de Fezzan en el sudoeste. Todas esas partes del territorio libio están habitadas por tribus que no tienen nada en común y que a lo largo de la historia han tenido relaciones de una abierta rivalidad. Esa excursión histórica no es baladí. La división entre Cirenaica y Tripolitania persistió tras la independencia de Libia y se ha mantenido hasta la fecha. Todas las revueltas anteriores contra el tripolitano Gadafi, incluida la actual, han tenido su origen en el este.
La agenda de los rebeldes es incierta, pero hay dos potenciales escenarios para los aliados si la insurrección triunfa. Primero, los líderes insurgentes quieren mantener intacta Libia y, simplemente, mandar ellos en lugar de sus rivales tripolitanos; segundo, desean dividir el país y asegurar la independencia de Cirenaica. Esta última opción tiene un importante precedente.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el rey Hidris pidió a los Aliados reinar sólo en Cirenaica porque el control de la amalgama tribal-territorial de toda Libia era muy difícil y podía conducir a una inestabilidad crónica.
Ahora, la materialización de esta hipótesis, forzada por una intervención foránea, supondría apostar por una zona del país frente a otra, alimentando el resentimiento de las tribus derrotadas y un agravamiento del rencor a Occidente en el mundo musulmán. Es más, esa solución salomónica produciría una situación de equilibrio inestable y, probablemente, una guerra civil crónica. Parece evidente que esta opción no minimizaría, sino todo lo contrario, las víctimas civiles.
Si se excluye armar a los insurgentes y alimentar un conflicto civil, la única posibilidad es invadir Libia, como se hizo en los casos de Afganistán y de Irak; esto es, optar por imponer un cambio de régimen a través de una acción militar. Con independencia de los importantes efectos secundarios de esta decisión, existe un obstáculo de fondo para su éxito.
La experiencia enseña que los países occidentales no están dispuestos a mantener fuerzas de ocupación durante el tiempo necesario para hacer viable y estable el régimen que sustituya al tirano. Por añadidura, EEUU realiza ya un importante esfuerzo bélico en otros teatros de operaciones, por ejemplo en Afganistán. ¿Estaría dispuesta Europa a llevar el peso de una intervención terrestre seguida de una etapa indefinida de ocupación? ¿Lo haría sola o con los aliados la Liga Árabe? La respuesta a ambas preguntas es negativa. Por añadidura, el niet a esa alternativa se ve reforzado por la delicada posición económica, financiera y presupuestaria de los aliados. La guerra es un negocio caro.
Quien escribe estas líneas apoyó la invasión de Afganistán e Irak. En mi opinión, ambas acciones bélicas, con sus aciertos y con sus errores, tenían por meta eliminar amenazas evidentes para la seguridad global y, además, estaban orientadas a un objetivo claro. Por añadidura, el impacto estratégico de la crisis Libia es limitado, no desborda sus fronteras. Nada gustaría más a este columnista que la caída del coronel Gadafi, la desaparición de un tirano sanguinario.
Sin embargo, aquí y ahora, la intervención en Libia no reúne ninguna de las características exigibles para el éxito de una operación de esa naturaleza porque sus costes son a priori muy superiores a los beneficios que podría reportar. Eso sí, por un momento, Sarkozy puede sentirse Napoleón?
Lorenzo Bernaldo de Quirós. Miembro del Consejo Editorial de elEconomista.