La persona no pertenece al territorio, sino el territorio a la persona. Ni existen abstractos derechos históricos, sino derechos humanos.
La sociedad es dialéctica y en ese cambio continuo, en esa adaptación permanente a las circunstancias cambiantes reside nuestro éxito, y también el fracaso de otros por petrificarse en sus tradiciones, tributarios de un ayer que nunca será hoy, y, desde luego, jamás mañana.
No siendo seres adánicos, ajenos a la herencia histórica de la que venimos, no debemos otra fidelidad que a nuestro presente y a nuestros semejantes. Desde los valores innegociables de igualdad, laicidad (lo religioso es íntimo y lo público es neutro) y democracia debemos estar abiertos a valores positivos que nos enriquezcan.
El mestizaje cultural es progreso. Y me declaro frontalmente intolerante de la discriminación, el fundamentalismo y la teocracia. Estoy contra los privilegios de algunos españoles (sean éstos vascos y catalanes). Por ello, no acepto los indudables beneficios que me proporciona el Estatut, como también lo estaría si se privilegiara la zona en la que resido en Barcelona respecto a otros barrios más desfavorecidos de la ciudad. Creo en la solidaridad social, pero no creo en la atribución territorial.
Pero cuando desde Cataluña observo el escándalo del ERE, del PER, de la hiperinflación de funcionariado en Andalucía convertida en región asistida (o de la hortera realidad nacional), me quedo huérfano de argumentos para seguir defendiendo que quienes más tienen deben ayudar a las personas que se encuentran más desfavorecidos. Porque una cosa es arrimar el hombro al hermano y otra cosa que el hermano te tome como primo.
Y que esa nomenclatura oligárquica que gestiona el sultanato socialista andaluz siga exigiendo nuestra solidaridad para sus trapisondas.
¿Qué quieren que les diga? Perdida mi confianza en los partidos políticos, todavía la mantengo en dos símbolos: las togas de la Justicia y los tricornios de la Guardia Civil.
Javier Nart es abogado.