Es pronto para cuantificar el impacto de la catástrofe natural que sacude a Japón, pero cualquier estimación se perfila a la baja. Tanto en términos humanos, como económicos.
Ya se habla de pérdidas superiores a los 72.000 millones y una repercusión de 25.000 en las aseguradoras. El terremoto de Kobe (1995), de menor intensidad, generó unas pérdidas muy superiores. Ni mucho menos se atisba la calma tras el tsunami.
Es indubitable que la economía nipona sufrirá un fuerte azote en esta hora cero, lo que se suma a la grave recesión que ha arrastrado, a una deuda superior al 200 por ciento del PIB, a la pérdida del segundo puesto mundial en favor de China y del tercero en el comercio internacional.
El Sol Naciente contempla sus infraestructuras derruidas, los parones de actividad en muchas factorías e interrupciones en el suministro de energía. Como interpreta el prestigioso economista Nouriel Roubini, "es lo peor que podía pasarle a Japón y en el peor momento".
No en vano, su banco nacional va a inyectar 500 millones a las entidades financieras del noreste del país, y las autoridades barajan subir los impuestos para acometer la reconstrucción. Para colmo, el accidente nuclear de Fukushima, central dañada por el seísmo, sólo encuentra en Chernóbil una referencia peor. Ha resucitado el terror a la radiactividad y reabierto el debate nuclear en el mundo.
Desde Alemania y EEUU se recomienda encajar lo ocurrido en Japón y mejorar la seguridad vigente. La energía nuclear es una apuesta que no se puede abandonar, sino reforzar las razones para confiar en ella.