La banca de inversión suspende de facto al decreto de las cajas de ahorros. Las medidas de la nueva norma crean demasiado escepticismo como para hacer apetecible a los inversores la entrada en el capital de las cajas.
Exigir un mayor ratio de solvencia no arregla nada si no conlleva un saneamiento. Sin éste, es inviable fijar un precio fiel, representativo y contrastable de las entidades. De hecho, si Caja Madrid se salva de ser metida en el mismo saco que el resto es precisamente porque sí practicó un saneamiento.
Los principales problemas de nuestras cajas son la politización y la indefinición acerca del tamaño del agujero que encierran. El primero no se ha solventado. Es más, se ha acrecentado. Y ni siquiera la nueva norma ha establecido ningún proceso que penalice a los gestores que las llevaron a una situación de peligro.
Se ha materializado el despropósito: Gobierno y Banco de España tuvieron que reconocer la debilidad del sector y la necesidad de nueva regulación disciplinante, pero han remado para morir en la orilla. La norma no logra los fines perseguidos porque se ha diluido en la búsqueda de consensos y parabienes.
Por querer contentar a todos -al sector, a los partidos y a las CCAA- al final no se ha satisfecho a nadie. El tamaño del agujero sigue siendo una incógnita no mensurable y, al cabo, una condición sin la cual el resto de la pretendida reconversión del sector no se sostiene. El suspenso es doble y el tiempo lo revelará.
No sólo los inversores, sino un flujo del crédito que no se reanima, estrangulando la recuperación, enseñarán a Salgado y Fernández Ordóñez que nuestro sistema financiero no es lugar para tibiezas.