Opinión

Luis Enrique de la Villa Gil: La nueva contratación a jóvenes

En el tiempo más frío y más avieso, nacen y reverdecen mis temores, decía Gutierre de Cetina. Uno de los peores datos del paro masivo que sufre la población española es el del insoportable 40 por ciento de desempleo juvenil. Una realidad cruenta no sólo en España, sino en buena parte del mundo desarrollado.

Sería injusto desconocer la adopción, desde muchos años atrás, de medidas encaminadas a paliar una situación tan desastrosa no sólo económica, sino política y culturalmente también.

Medidas, con todo, estimables, si no fuera porque conviven con ellas otras manifiestamente contradictorias, como vendría a ser el alargamiento de la edad ordinaria de jubilación.

Cualquiera puede comprender que si quienes tienen trabajo tardan más tiempo en dejarlo, los huecos para los que no lo tienen se reducen en la misma proporción. Inversamente, las prejubilaciones y jubilaciones anticipadas abren esos espacios a los jóvenes, pero en sí mismas constituyen una nueva contradicción no exenta de difíciles problemas de orden social y humano.

Como, según parece, no puede salirse del atolladero sentenciado secularmente por uno de nuestros lapidarios refranes -¡lo que es bueno para el bazo, es malo para el espinazo!-, nos contentamos con valorar cada una de las medidas aisladas que se adoptan sucesivamente, enalteciéndolas o recriminándolas según la coyuntura.

Desarrollo normativo

Dentro del decepcionante Acuerdo Social y Económico (ASE) de 2 de febrero de 2011 -excluido sea el asunto de la reforma de las pensiones-, los interlocutores sociales se han puesto de acuerdo con el Gobierno para dar entrada a una nueva contratación temporal, calificada exageradamente como medida de choque y como puente para la transición hacia la contratación estable, sobre todo a la vista de la vaguedad con la que están trazadas sus líneas maestras, lo que, de otro lado, es pauta general en el ASE.

Con todo, parecía una novedad de interés que podía dar buenos frutos en el alivio del desempleo juvenil, aunque tales frutos resultaran insignificantes, aun cumplida la meta perseguida de alcanzar las 100.000 contrataciones en el periodo de un año.

Sin embargo, el desarrollo normativo de esta figura contractual ha desvanecido las expectativas optimistas que pudieran albergarse, pues el Real Decreto-Ley 1/2011, que lo regula con detalle, vuelve a instalarse en esa anacrónica manera de legislar, de la que aparentemente no hay modo de librarse, y que se caracteriza porque cada paso que hay que dar en el camino de lo conveniente debe superar requisitos y requisitos sin cuento que desalientan a los que podrían contribuir a cumplir los objetivos.

Resultaba de sentido común que si se quería contratar masivamente a jóvenes menores de 30 años, lo adecuado era un contrato sencillo y acausal, cuya única exigencia fuera precisamente la de contratar al joven para realizar una actividad profesional, asegurándole la protección social completa y retribuyéndole conforme al convenio colectivo aplicable a la empresa.

Pero, contrariamente, en lugar de esa vía progresiva, fácil y cierta, se ha establecido una regulación endemoniada conforme a la cual sólo podrá contratarse a jóvenes -con el estímulo económico de exonerarse del pago del cien por cien o del 75 por ciento de las cuotas empresariales, según el tamaño de la empresa, respectivamente menor o mayor de 250 trabajadores-, si se cumplen hasta siete (¡!) requisitos, de los que al menos cuatro han de calificarse de incomprensibles en la actual coyuntura, capaces por sí mismos -¡ojalá no sea así!- de restar eficacia a la reforma.

Es incomprensible la exigencia de que el joven a contratar esté inscrito en la oficina de empleo desde el 1 de enero de 2011, como lo es también que su jornada de trabajo no pueda ser a tiempo completo bajo la excusa legal de que lo que se desea es aumentar el número de los contratos a tiempo parcial.

El incremento de estos contratos es un bien absoluto cuando se estimulan para incorporar al mercado de trabajo a personas que no tendrían disponibilidad de trabajar a tiempo completo, pero se convierte en una cuestión burocrática la imposición a fortiori de un contrato a tiempo parcial, cuando quienes lo celebran preferirían trabajar a tiempo completo.

Asimismo, es un requisito criticable que el contrato no pueda tener una duración superior a un año, cuando todos los precedentes han permitido que los contratos temporales para fomentar el empleo puedan alcanzar el máximo de tres años.

Riesgo de demanda

Sin embargo, la exigencia más fuera de lugar es la que obliga a las empresas a contratar a los jóvenes utilizando alguno de los cauces causales de los contratos temporales admitidos en el derecho vigente, a excepción de los que la propia ley prohíbe, a saber, los contratos para la formación, los contratos de relevo y los contratos de interinidad.

Prohibición ésta que reduce las opciones del empresario que quiere contratar a un joven menor de 30 años -buscando aliviarse total o parcialmente de las cuotas empresariales-, a celebrar únicamente alguno de estos tres contratos temporales: el de obra o servicio determinado, el de eventualidad o el de prácticas.

Siendo así las cosas, resulta que ninguna de esas tres modalidades contractuales se adecúa a una política de choque para la estimulación del empleo, sino que el empresario arrostra el riesgo de que, al término del contrato elegido, el joven trabajador le demande, entendiendo que no se han cumplido las complejas exigencias de cualquiera de aquellos y que, por tanto, la aparente extinción el mismo por el transcurso del tiempo pactado no es otra cosa que un despido improcedente.

A partir de ahí, los jueces habrán de decidir a la vista del caso concreto, pero la incertidumbre empresarial queda fuera de toda duda.

Sin posibilidad de desarrollar en tan limitado espacio esta intrincada materia, tan fácilmente soluble de un plumazo, cabe proponer un ejemplo expresivo. Un pequeño empresario contrata a un joven menor de 30 años, con deseo de quedar liberado del cien por cien de sus cuotas a la Seguridad Social, y el instrumento que utiliza es el contrato para obra o servicio determinado.

Transcurridos 12 meses, el empresario no podrá extinguir el contrato si la obra o servicio no ha concluido, de manera que la duración de éste se deberá alargar tanto cuando dure aquella obra o aquel servicio.

Si lo extingue antes y el trabajador reclama, cualquier juez considerará que la decisión empresarial es ilícita, y le obligará a indemnizar -a razón de 45 días por año de servicio- o a readmitir al joven trabajador.

Pero si decide mantener la vigencia del contrato hasta que la obra o el servicio concluya, perderá cuando menos las bonificaciones de las cuotas del periodo que exceda de un año y, en el peor de los casos, todas las bonificaciones disfrutadas en aquellos doce primeros meses -con el severísimo castigo de reintegrarlas-, si se considera por la autoridad competente que tales bonificaciones no fueron requeridas para el supuesto de hecho delimitado por la ley.

Probablemente, no imaginaría Gutierre de Cetina que sus versos serían proféticos cinco siglos después.

Luis Enrique de la Villa Gil. Catedrático Emérito de Derecho del Trabajo y Seguridad Social.  Abogado, socio de Roca Junyent.

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