El peso de la costumbre transforma en normales cosas y situaciones que en absoluto lo son.
Nadie parece cuestionarse qué pintan los políticos, los sindicatos o la patronal en decisiones particulares y propias, tales como cuándo y cómo dejo de trabajar; en qué condiciones laborales, personales y económicas lo hago; cuánto -a partir de un mínimo que puede estipularse- decido aportar para cubrir mis necesidades futuras y las de los míos, incluso en caso de que fallezca repentinamente, o cómo puedo percibir los rendimientos de mis aportaciones y su cuantía, entre otras varias decisiones relacionadas con la pensión de jubilación.
Tampoco nadie se pregunta por qué el cobro de la pensión depende de la estructura piramidal de la población o de la situación del mercado laboral, productividad incluida, cuando más bien parece que debiera tener relación con la previsión, productividad y esfuerzo de cada uno, la situación personal laboral o las aportaciones propias.
La razón es que nuestro sistema de previsión de pensiones -me refiero a la jubilación por actividad profesional o laboral, ya que las pensiones de otro tipo o prestaciones de carácter asistencial deben ir, y así se hace, con cargo a impuestos- mantiene una estructura financiera de reparto en lugar de una estructura de capitalización.
No debe confundirse esta última con privatización, pues puede mantenerse un sistema de capitalización en manos completamente públicas aunque nunca será recomendable por ineficiente en términos económicos y peligroso en términos políticos. Y quienes objeten problemas de free-rider, sepan que el sistema puede hacerse obligatorio, de modo que todos deban aportar un mínimo, que incluso puede ser proporcional.
Pero no podemos seguir manteniendo un engaño o mentira: un sistema de pensiones financieramente perverso, basado en los famosos esquemas de Ponzi o piramidales, que son un fraude, que exigen incorporaciones o aportaciones al mismo crecientes (en proporción estipulada según la cuantía de prestación y la población, que en la actualidad es aproximadamente de tres a uno) y que para ocultar o retrasar su inviabilidad hay que modificar cada cierto tiempo, reduciendo las prestaciones o los derechos que anteriormente a la reforma se reconocían a los perceptores del sistema y que de por sí ya eran -y son- miserables. Tales son los cambios de base o de todo tipo de cálculos, la ampliación de años cotizados para poder ser perceptor o el retraso de la edad de jubilación.
Y esto es lo que mantiene, prorroga y promueve el Pacto de Toledo, porque políticos, sindicatos y patronal no quieren ni van a querer devolvernos nuestras pensiones.
Fernando Méndez Ibisate. Profesor de Economía de la UCM.