Opinión

Lorenzo Bernaldo de Quirós: El descontrol de los controladores

Un Consejo de Ministros extraordinario aprobó la declaración de estado de alarma, prevista en el artículo 116 de la Constitución, para hacer frente a la paralización de un servicio público esencial, en este caso, el tráfico aéreo.

Esta decisión era la consecuencia de la negativa del Gobierno a ceder al chantaje de los controladores aéreos, privilegiado colectivo de 2.400 personas con un sueldo medio de 200.000 euros al año, con el nivel de productividad por hora trabajada más bajo de la Unión Europea, y representados por un sindicato monopolístico, Usca, cuyas prácticas han mostrado semejanzas con las de la central liderada por el inolvidable Jimmy Hoffa.

Bromas aparte, que no lo son, el acuerdo de todos los controladores del país de ponerse enfermos provocó el cierre del espacio aéreo español, dejó en tierra a más de 600.000 viajeros, ocasionó pérdidas cifradas en unos 80 millones de euros por día a las aerolíneas y causó un daño brutal a la imagen internacional de España, país turístico por excelencia, en un momento de delicadísima situación económica.

Los problemas con este grupo de privilegiados empezaron cuando el gabinete socialista decidió racionalizar y armonizar la prestación de sus servicios profesionales con la existente en los países de nuestro entorno.

Ello suponía una reducción de salarios derivada de la disminución de las horas extraordinarias, de 600 a 80, lo que daba lugar a todo tipo de corruptelas, y de un aumento de las ordinarias, de 1.200 a 1.670. De este modo, la retribución media cayó de 375.000 euros al año hasta los 200.000 y se impidió que se percibiesen, como sucedía en algunos casos, ingresos superiores a los 800.000 euros por año.

Esto era coherente tanto con la comparativa internacional como con el fuerte descenso de la productividad registrado durante el último lustro, el 11%, frente al incremento del 6% anotado por la media europea. En EEUU, el sueldo de un controlador se sitúa alrededor de los 75.000 euros al año.

La determinación gubernamental de imponer el estado de alarma ante una huelga salvaje en un servicio esencial es consistente y lógica; constituye la negativa del Estado de Derecho a claudicar ante la fuerza y reafirma la autoridad de un Gobierno, representante de la mayoría, frente a una minoría de chantajistas empeñados en poner de rodillas a las instituciones. Por una vez, hay que felicitar y aplaudir una iniciativa del gabinete socialista.

Encerrados en una burbuja de privilegios, los controladores no han sido conscientes de cuál es la realidad económico-social del país y, también, de la necesidad de un Ejecutivo, el socialista, de demostrar que manda, que está al frente de la situación y que es capaz de actuar con firmeza.

Estos tontos han elegido el peor momento, un puente, en las peores circunstancias, un país en la situación económica más dura de su historia. Las oligarquías siempre son derribadas cuando, creyéndose invulnerables, abusan de sus privilegios en épocas de crisis.

Sin embargo, la respuesta a los controladores no ha de limitarse a su episódica y coyuntural militarización, sino que debe articularse una reforma profunda tanto del suministro de ese servicio como del acceso al mismo.

De entrada, nada justifica que el control del tráfico aéreo haya de ser ejercido por los poderes públicos ni que los trabajadores que realizan esa actividad hayan de ser empleados semi-funcionariales.

Desde esta óptica, habría que caminar hacia una privatización de ese servicio en el marco de una nueva regulación estatal. Al mismo tiempo, es imprescindible eliminar las restricciones y prácticas que cierran ese mercado de profesionales a la competencia y hacen de él una estructura endogámica y cerrada al servicio de una oligarquía que se coopta y se perpetúa con un espíritu de casta incompatible con los principios de una sociedad abierta y de una economía de mercado.

Pero las cosas no terminan ahí. La huelga de los controladores aéreos muestra, una vez más, la necesidad de regular, de una vez por todas, los conflictos colectivos de manera que se garanticen los derechos de todos, y no sólo los de los huelguistas. Es inconcebible que la normativa sobre huelga en España sea preconstitucional.

Al mismo tiempo, es imprescindible acabar con la impunidad de las huelgas y responsabilizar de los daños y perjuicios civiles, mercantiles y penales causados en su desarrollo a quienes los han cometido.

En última instancia, el comité de huelga o, en su ausencia, la dirección del sindicato que la convoca o la ampara han de responder de los perjuicios ocasionados a terceros. En un Estado de Derecho, todos los ciudadanos y todas las instituciones están sujetas al imperio de la ley; los sindicatos no pueden ser una excepción, y en España lo son desde la restauración de la democracia.

Por último, la huelga de los controladores es un ejemplo tradicional de la insolidaridad de las castas profesionales que obtienen rentas monopolísticas al margen del mercado y derivadas de un entorno protegido legalmente de la competencia.

Resulta obscena su insensibilidad ante la situación de los demás trabajadores, castigados por una crisis brutal, cuando obtienen unos salarios muy elevados, desvinculados de su productividad, y no corren el riesgo de perder su puesto de trabajo.

Lo único positivo de este escándalo es que ha salido a la luz, que se ha puesto de manifiesto la existencia de un colectivo profesional, de una oligarquía, que hace escarnio de los más elementales criterios de justicia, de equidad y de eficiencia; es decir, que su posición es contraria a los dictados de la moral y del mercado.

Lorenzo Bernaldo de Quirós. Miembro del Consejo Editorial de elEconomista.

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