Al fin y al cabo, los países no son sino el más complejo exponente de la sociedad humana. Y así como la más importante empresa requiere de una mediana administración (si esa administración es excelente, mejor), este país, al que sigo llamando todavía España, precisa de una gestión estructurada y eficaz.
Nuestro gran problema es que, fallecido el dictador, la Constitución creó un híbrido no definido que, así se pensó, sería administrado con prudencia y sentido común.
Pero fue, y es, Troya. En la actualidad, nuestra Administración -quiero decir, nuestras múltiples administraciones- constituye una hidra de laberíntica burocracia que complica más que soluciona la vida de los ciudadanos.
En un momento en el que se establece la necesaria unidad europea, el tránsito irrestricto de mercancías, capitales y ciudadanos, en España se promulgan 17 normativas (a una por autonomía), que convierten a un ascensor barcelonés en no operativo en el viejo Reino de León. Un esperpento.
Hemos creado diecisiete mini-estados que deben justificar su función, precisamente mediante la creación de un propio universo que, en el caso de ser homogéneo con el resto, sería reconocer la sinrazón de su existencia.
En una Europa donde los hábitos sociales son cuasi comunes de Oslo a Cádiz, donde el comercio, la contratación, la relación humana es pareja de Lisboa a Bucarest, cada Parlamento autónomo español legisla diferenciando instituciones y condiciones.
Un país puede ser centralista a lo francés o puede ser confederal a lo suizo. Lo que no puede ser es indefinido e indefinible. Que se multipliquen, solapándose, las instituciones en el interior y en el exterior. Que crezcan sin límite los funcionarios y los cargos políticos en una estratificación que aplasta el presupuesto, el bolsillo de los contribuyentes.
Nuestro país, tal y como dijo un cachazudo, va a terminar por ser 17 reinos de taifas autonómicos, unidos por El Corte Inglés.
Javier Nart, abogado.