Opinión

Joaquín Trigo Portela: Huelga general

Una huelga general es una ruptura de la vida cotidiana. No es un día feriado ni un día laborable normal, no hay la movilidad habitual ni tampoco el acceso expedito al comercio, y muchas actividades, docentes, lúdicas o de otra índole se evitan o se realizan a medias o con inquietud.

Cuando es verdaderamente general, lleva a la paralización de la actividad productiva, crea dificultades en el tránsito y las personas afectadas y no acordes con la movilización se ven privadas, mientras dura, de parte de sus derechos, lo que pone de relieve el reto que plantean los convocantes: ¿quién manda aquí?

Derecho a la huelga y al trabajo

La autoridad debe garantizar el derecho a la huelga de quien opta por ella, pero también el derecho de quienes prefieren mantener su actividad habitual en plena calma. Si la autoridad acepta las limitaciones que buscan los convocantes, especialmente las que son impuestas sobre el terreno, ha renunciado a la defensa de los demás derechos.

Incluso cuando pacta con los organizadores suele adoptar puntos medios cuando sólo debería tener un pie en cada lado: defender el derecho a la huelga y el de trabajar sin posiciones intermedias ni renuncia a parte de uno por parte de otro. Si se considera que los derechos de algunos son de mayor rango que los de otros, se hace un flaco favor al Estado de Derecho.

Es normal que una proclamación de huelga, aunque cuente con vocación de generalidad, tenga un seguimiento limitado, de ahí el intento de los organizadores de reforzar su incidencia, sea limitando las posibilidades de acceso a los centros de trabajo o instando a que cesen en su actividad los medios de transporte, comercios, centros de estudio, etc. Para esto se recurre al bloqueo previo o al cierre. El que tiene interés puede informarse, si se da el supuesto de que no lo estuviera.

Frustación sindical

Los piquetes informativos añaden su contundencia práctica a las explicaciones de quienes han hecho el llamamiento. Lo que podría tener sentido hace un siglo, esto es la explicación que no se pueden encontrar por otra vía, es irrelevante cuando la televisión, la radio y los periódicos -muchos gratuitos- lo explican debidamente.

La frustración sindical tiene una base real. Se prometieron más derechos sociales, tales como mejora de las pensiones, aumento del sueldo de los funcionarios -incluso en 2009-, ayuda a la emancipación juvenil, redistribución, ayudas cuantiosas a iniciativas en los países pobres?

Se apuntó por una economía inexistente, hecha de innovación y sostenibilidad, que se financiaría con aumentos del Producto Interior Bruto que permitirían superar la renta per cápita de Francia en pocos años. En realidad, cuando se esfumó el espejismo del crédito barato que trajo el euro, se hundió el castillo de naipes dejando a las familias con viviendas depreciadas, pero con hipotecas que mantenían su valor nominal y con un coste de la energía que cuestiona la competitividad, que verá la decadencia de los huertos solares y la minería del carbón. Muchos jóvenes que habían encontrado empleo -temporal, pero real y remunerado- volvieron a su casa a continuar con sus estudios.

Los sindicatos alegan que la culpa no es ni suya ni de los trabajadores. Es verdad, pero no puede derivarse que las empresas tiran piedras a su tejado voluntariamente. Tampoco se justifica la pérdida de un día de producción, que frena el PIB, reduce ingresos de las familias y deteriora la imagen del país.

Afirmar la inocencia propia no capacita para cualquier tipo de iniciativa, aunque se haya pactado tras escenificar las duras negociaciones que garantizan algunas prestaciones de mínimos. Hubieran podido encabezar la consolidación real de empleos en lugar de mantener la dualidad de temporales y fijos.

¿De quién es la culpa?

Si el Gobierno y los sindicatos alegan inocencia, es obvio que la culpa es de otros. El número de empresas que entran en el concurso de acreedores es superior al de crisis pasadas, pero con algunos agravantes asociados a la dificultad de reflotarlas, por dos motivos: la dificultad de obtener financiación o la de encontrar comprador. Los planes de viabilidad deben hacerse con más oficio y cuidado del que se usó en el pasado y, además, con menos medios.

Los empresarios, especialmente los que más habían invertido en los dos años anteriores al reconocimiento de la crisis, se encontraron endeudados, agobiados por intereses, sin pedidos y sin acceso a nuevo crédito. Lo más que consiguieron fue una moratoria en el pago, pero afectando todo su patrimonio a la devolución de los créditos alargados. Así apareció una forma de hipoteca subprime, por la que no se recibe dinero y que no podrá ser satisfecha al momento del vencimiento.

Muchas empresas redujeron sus plantillas manteniendo a las personas de más antigüedad, que eran las más caras en cuanto a indemnización y, presumiblemente, las de mayor implicación en la empresa, lo que no significa que fueran las más eficientes ni las mejor formadas. Muchas de ellas han debido proceder a nuevas reducciones, con pérdida de personas probadas, dinero y capital, clientes y deterioro de imagen. Otras estaban en mejor situación, o tuvieron mejor vista o más suerte. ¿De qué son culpables las primeras?, ¿qué puede criticarse en las otras?, ¿qué pueden alegar en contra las Administraciones Públicas, cuyos efectivos han crecido y luego han visto recortados sus ingresos, aunque sus empleos perduran?

El que se ve en el centro siempre encuentra algo culpable en los demás. Al día siguiente, habrá más de lo mismo, la misma gloria efímera y la misma caída en el olvido. Lo que no habrá es lo que se dejó de hacer.

Joaquín Trigo Portela, director ejecutivo.
Fomento del Trabajo Nacional.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky