El hecho insólito de que, por primera vez en democracia, los sindicatos convocantes de una huelga general hayan conseguido pactar con el Gobierno los servicios mínimos resulta muy revelador, porque demuestra unos comportamientos de guante blanco, quizá excesivamente conciliadores, que, para algún observador cualificado -como el director de un gran periódico catalán- ha rozado simple y llanamente el tongo.
Algo de eso ha de haber, pero no porque las partes enfrentadas -sindicatos y Gobierno, aunque a veces parezca otra cosa- hayan hecho dejación de su responsabilidad, sino porque las dos se han visto abocadas fatalmente y contra su voluntad al enfrentamiento. De una parte, es claro que el Gobierno ha sido materialmente obligado por Bruselas y los mercados a tomar las decisiones del ajuste y de las reformas estructurales. De otra parte, es evidente que los sindicatos no podían desentenderse (sin arriesgarse a su práctica desaparición como potente grupo de presión) de unas medidas liberales que caminan hacia el consenso europeo -que es conservador- y en contra del progresismo social de que había alardeado este Ejecutivo hasta su caída del caballo.
Pero, además, los sindicatos no quieren, por razones obvias, que se agrave aún más el declive que ya padece este Gobierno a causa de la crisis, y que si alguien no lo remedia dará entrada a Rajoy en La Moncloa. Como el Ejecutivo tampoco desea que los sindicatos pierdan el ya no muy boyante crédito que les queda, lo que ocurriría si la huelga fuese un estrepitoso fracaso. En cualquier caso, unos y otros saben que las medidas que provocan la huelga son irreversibles: cancelar la reforma laboral nos situaría entre los parias de la UE.
Así las cosas, las partes han llegado a una posición equilibrada en torno a una huelga de baja intensidad. Que permita salvar la cara a las organizaciones obreras y que no desgaste excesivamente al Ejecutivo. Con la particularidad de que el Gobierno, que tenía las manos atadas cuando decidió el colosal ajuste que se ha cebado en funcionarios y pensionistas, también las tiene a la hora de realizar una reforma del sistema de pensiones. De donde se desprende que, si los sindicatos creyeron que habían de responder airadamente a las primeras mermas del Estado de Bienestar, no tendrán más remedio, aplicando la misma lógica, que hacer lo propio otra vez dentro de poco. Y sucesivamente, a cada medida impopular que se adopte hasta que este país logre remontar definitivamente la crisis, previa implementación de un nuevo modelo de crecimiento.
En esto estriba la gran contradicción de la huelga: estamos peor que nuestros vecinos precisamente porque los sucesivos gobiernos, presionados por fuerzas retrógradas desde el punto de vista económico (los sindicatos, entre ellas), han frenado la modernización de las estructuras. Hasta que, llegado a un punto, este Gobierno no ha tenido más remedio que romper amarras y realizar unos cambios que ya eran inaplazables. Pues bien: si los sindicatos piensan oponer toda la resistencia de que son capaces cada vez que se dé un paso en el sentido modernizador, es muy probable que terminen agotándose a corto plazo. Y entonces, el Gobierno ya no tendrá interés alguno en salvarles la cara.
Antonio Papell, periodista.