Entre los remedios para conjurar el fantasma de una nueva crisis financiera, los gobiernos se están planteando y algunos, como los de la Unión Europea, avanzan en la dirección de imponer regulaciones que eliminen o reduzcan la aparición de movimientos especulativos desestabilizadores.
Uno de los focos sobre los que se centra el debate es sobre la conveniencia o no de prohibir las denominadas ventas a corto, principales culpables, se dice, del hundimiento de entidades como Bear Stearns o Lehman Brothers en los inicios de la crisis. Sin embargo, este planteamiento olvida los innegables beneficios que esas transacciones suponen para el buen funcionamiento de los mercados. Ésta es una idea que se olvida cuando los reguladores intentan buscar responsables, cabezas de turco a quienes cargar la responsabilidad de la crisis.
La venta a corto es un mecanismo que funciona como arriendo de los papeles a un tercero, con el compromiso de recomprarlos en un período determinado, ganando -o perdiendo- las diferencias de precio entre ambas fechas. El objetivo es vender las acciones en un momento inicial de tiempo y cuando caen, comprarlas más baratas. Al realizar ventas cortas, existe el riesgo de perder incluso más del cien por cien del capital invertido, dado que las acciones no tienen un techo que limite sus alzas. Es decir, quienes compran acciones al alza, el mayor riesgo que pueden enfrentar es el de perder todo el monto que en un principio invirtieron. En el caso de las ventas a corto las pérdidas pueden superar ampliamente el monto invertido originalmente.
De entrada, las ventas a corto son un instrumento que permite que la cotización de las acciones converja hacia su verdadero valor. En consecuencia, cualquier iniciativa destinada a suprimirlas dificulta el proceso de descubrimiento propio del sistema de precios y, de esta forma, contribuye a debilitar una correcta asignación de los recursos. Si los inversores creen que una acción está sobrevaluada y venden a corto impulsando a la baja su cotización prestan un valioso servicio. Privan de recursos a las compañías mal gestionadas y suministran una inestimable información al resto de los operadores de los mercados de capitales. De esta manera, lejos de constituir un mecanismo de desestabilización contribuyen a prevenir o a hacer menos bruscas las oscilaciones de los mercados de capitales.
La economía norteamericana y, por ende, la mundial se habrían beneficiado enormemente si un gran número de inversores hubiesen vendido a corto títulos de Fannie y Freddie cuando éstas compraban cientos de miles de millones de dólares de hipotecas basura. El ajuste habría sido más rápido y menos doloroso.
En ese sentido, la experiencia de la Gran Depresión resulta ilustrativa. En septiembre de 1931, las ventas a corto fueron prohibidas con el argumento de que eran las causantes básicas del desplome de la Bolsa de Nueva York. Esa normativa se rescindió dos días más tarde pero fue puesta de nuevo en vigor en octubre, noviembre y, de nuevo, en enero de 1932. Eso no impidió brutales movimientos bajistas en los precios de las acciones en los tiempos de la prohibición, curiosamente mucho mayores que los registrados con anterioridad a ella como mostró Benjamin Anderson en su clásico Economics and Public Welfare.
Es complicado encontrar una forma de inversión más arriesgada que una venta a corto. Mientras los compradores tradicionales de acciones sólo arriesgan su inversión, eso no puede decirse de quienes operan a corto. Éstos se endeudan para adquirir títulos con la asunción de que su valor descenderá a posteriori. Si aciertan pueden obtener pingües beneficios y si se equivocan, esto es si las acciones suben, soportan pérdidas muy elevadas. Esto explica por qué las ventas a corto son tan raras y suponen una parte muy pequeña de las transacciones realizadas en los mercados. Por ejemplo, sólo un 2% de las acciones del S&P 500 fueron vendidas a corto en diciembre de 2008 y constituyen un porcentaje irrelevante de los activos de los hedge fund, otros teóricos villanos de la crisis.
Influencias en los flujos de capital
Al mismo tiempo, las ventas a corto tienen un impacto muy poderoso sobre los flujos de capital. Desde esta perspectiva las críticas a esta modalidad de inversión equivalen a facilitar la eficiente asignación de un recurso, el capital, que por definición es escaso.
Si se las prohíbe, desaparece uno de los instrumentos más eficaces para conocer o intuir en tiempo real la situación y las perspectivas de las empresas, lo que impide o al menos dificulta de un modo extraordinario la reasignación del capital desde las empresas menos eficientes hacia las compañías en mejor posición o con mejores expectativas. Esto favorece una incorrecta o una deficiente asignación de los recursos y, por ello, elimina uno de los principales mecanismos de disciplina que es capaz de proporcionar el mercado.
Prohibición universal
Con independencia de su bondad o no, la prohibición de las ventas a corto debería ser universal si quiere tener eficacia. Un dólar es más o menos el mismo en Nueva York, en Londres o en Tokio. De este modo, si la mayoría de los países no siguen la senda prohibicionista, muchos o algunos tendrán la posibilidad de acceder a una forma de financiación a la que los demás han renunciado. En otras palabras, las economías con entornos regulatorios benéficos para las ventas a corto adquirirían una ventaja competitiva adicional en la captación de capital, lo que dado el actual estado de los mercados de capitales a escala global no está nada mal.
En conclusión, la decisión de intervenir contra las ventas a corto es inconsistente con el buen funcionamiento de los mercados de capitales. Desde luego que quienes realizan ese tipo de transacciones tienen posibilidades de equivocarse y deprimir el precio de los valores más de lo justificado por sus fundamentales.
Ahora bien, si el Gobierno no interviene cuando piensa que los inversores han exagerado el verdadero valor de los títulos, tampoco tiene que hacerlo si considera que han actuado en la dirección contraria. La razón es evidente. Ningún ente burocrático centralizado es capaz de saber cuál es el precio real de nada, factor que resulta de las descisiones descentralizadas de millones de personas.
Lorenzo B. de Quirós, miembro del consejo Editorial de elEconomista.