Después de que se anunciasen dos recortes de la inversión en infraestructuras, los bandazos han vuelto. Presionado por las demandas de constructores y ayuntamientos, Zapatero anunció una marcha atrás en sus planes para ralentizar el gasto en obra pública.
Y a continuación, los miembros de su Ejecutivo contribuyeron al caos: Salgado dijo que las nuevas inversiones serían pocas; Campa afirmó que se podrían destinar recursos librados por el abaratamiento de la financiación; y Blanco apostó por retomar obras incluso subiendo impuestos. Seguramente, los municipios y compañías han conseguido convencer al presidente con la imagen de muchas pequeñas empresas dependientes de la construcción cerradas.
Sin embargo, Zapatero debe aprender de su gestión de la crisis y darse cuenta de que tirar el ladrillo para adelante tan sólo aplaza los problemas haciéndolos más grandes. Su política del manguerazo keynesiano no apagó ningún fuego al tiempo que inflaba la deuda. Ahora que ha empezado a aplicar la tijera, no debe vacilar. España goza de un sistema adecuado de infraestructuras y parece lógico que se frene en este apartado, que además resulta más fácil de podar.
Sin embargo, que tantos miembros del Gobierno se hayan pronunciado sobre esta materia en declaraciones dispares deja en evidencia una política errática, expuesta a las ocurrencias del jefe. Las empresas deben saber a qué atenerse porque la imprevisibilidad del Ejecutivo encarece su financiación y las obliga a asumir mayores costes por los cambios. Zapatero ha de fijar una política clara y estable basada en la rentabilidad de la inversión.