Como quien se levanta de una larga siesta, el coloso alemán parece desperezarse mostrando sus robustos brazos extendidos. Su último dato de crecimiento, del 2,2 por ciento en el segundo trimestre, representa la sorpresa positiva del periodo estival.
Pero a semejante exhibición de músculo le falta el alimento para continuar con fuerza. Alemania ha precisado de una dieta foránea que muy probablemente no pueda seguir siendo suministrada. Las exportaciones a China han sido uno de los ingredientes que han sazonado el milagro. Sin embargo, Pekín necesita frenar el ritmo con que su banca ha concedido crédito, y eso puede derivar en una ralentización de su economía.
Al mismo tiempo, el proceso global de recuperación de inventarios ha tocado a su fin, lo que afectará en especial a Alemania y, sobre todo, a EEUU, donde la sombra del estancamiento o incluso de una recaída se alarga amenazadora. Los problemas en la periferia de la eurozona han brindado un respiro a los teutones, que han podido financiarse barato y han disfrutado de un euro débil frente a los competidores nipones lastrados por un yen caro. Pero las economías del sur de Europa tampoco comprarán el made in Germany.
¿Y así quién va a consumir exportaciones tudescas? Tras haber realizado parte de sus deberes para ser más competitivos con una década de salarios congelados, la economía alemana depende de fuera. Su consumo interno carece de chicha. Y en cuanto hagan efecto los recortes de gasto que Berlín aprobó para mantener su Estado del Bienestar, Alemania no tendrá el brío necesario para tirar del resto. Ni siquiera puede nutrirse bien ella sola.