La economía mundial está hoy mejor que hace unos meses. Basta ver los datos de crecimiento del segundo trimestre, los casos más llamativos, Reino Unido y Alemania, y los resultados empresariales de las compañías cotizadas que han sorprendido batiendo expectativas. Pero no han sido las políticas de estímulo las responsables de esta recuperación, sino más bien lo contrario: su pronto abandono para evitar que una creciente burbuja de deuda soberana acabase por implosionar el crecimiento mundial. Los economistas seguimos modelizando los efectos de las ayudas públicas, el famoso multiplicador keynesiano, y discutiendo su cuantía, pero los mercados financieros hace tiempo que dejaron de fijarse en esas minucias y prestan mucha más atención a la dinámica de la deuda, privada y pública. Y si algo ha mejorado sustancialmente es que en muchos países industrializados ya no es insostenible. Aunque es evidente que el desapalancamiento tendrá efectos negativos sobre el crecimiento inmediato. Pero sólo los ignorantes o los mentirosos se olvidan del coste de oportunidad y de que también desde una perspectiva temporal la política económica consiste en asignar recursos escasos entre fines alternativos.
Nos podemos ir de vacaciones con una cierta sensación de tranquilidad. Hemos asegurado un cierto futuro a cambio de un inevitable sacrifico presente. No está todo dicho, y los síntomas de desaceleración son evidentes más allá de EEUU. No hemos salido del túnel; sabemos que será más largo y oscuro de lo que pensamos cuando entramos, pero hemos evitado que se cayese encima de nosotros porque hemos vuelto a los ingenieros y nos hemos olvidado de los charlatanes. El otoño será difícil, particularmente en España, donde se unen el recorte en infraestructuras, la reestructuración de cajas y problemas de liquidez, si no de solvencia, de corporaciones locales. Pero sería un error negar que se han producido cambios importantes en política económica. En palabras de Cándido Méndez, el problema no es que el Gobierno haya cambiado el mensaje, es que ha adoptado el discurso de los mercados. Se ha olvidado de la economía sostenible, del cambio de modelo productivo, de la promoción de la igualdad y hasta del empleo precario. Afortunadamente.
En un mes se ha recortado el gasto público, congelado pensiones y reducido salarios, abaratado el despido y privatizado las cajas. ¿Quién da más? Otra cosa es que sea un paréntesis producto de la necesidad y nuestro Gran Timonel vuelva a las andadas en cuanto pueda. Otra también que en todos esos capítulos se hayan dejado muchas cosas sin hacer. Es cierto que la ejecución presupuestaria del primer semestre deja mucho que desear y que si el Ejecutivo sigue confiando en tasas de crecimiento del IVA del 25 por ciento para reducir el déficit, éste no bajará del 10 por ciento del PIB. También que el problema del capítulo de personal en las Administraciones Públicas es de número de funcionarios y no de sueldo, y más profundo en comunidades autónomas que en el Gobierno central. Incluso que la reforma laboral no ataca la dualidad, ni se atreve con la negociación colectiva; que no mejora la flexibilidad interna de las empresas y descansa excesivamente en interpretaciones judiciales imprevisibles. O incluso que los grupos de interés que controlan las cajas se pueden hacer fuertes en algunas disposiciones de la nueva norma y prolongar su agonía, y la nuestra. Pero han pasado cosas increíbles, y no me refiero sólo a los test de estrés. Y como me voy de vacaciones, soy optimista. Hablamos en septiembre.
Fernando Fernández, IE Business School.