Había que encontrar un culpable y la industria de los hedge funds se ha prestado a ponerse la pistola sobre la sien en el conocimiento de que puede salir ganando. Cierto que estos fondos han sido una fuente de financiación y eliminación de ineficiencias. Por ejemplo, han contribuido de manera contundente a que los Gobiernos tomen las medidas de austeridad necesarias a las que se resistían. Pero también es verdad que han agudizado los problemas de la subprime, el euro o la volatilidad bursátil, en especial con sus posiciones bajistas.
Su falta de transparencia ha alimentado esa economía de papel desligada de la actividad real en la que se aglutinaban muchos inversores. Todos terminaban apostando a lo mismo, de modo que se concentraban los riesgos sin hacerse público. La regulación de este sector puede resultar algo muy sano. Limitará el uso de derivados; permitirá a los partícipes de los fondos salirse antes; reducirá sus niveles de apalancamiento y acabará con el secretismo respecto a sus estrategias.
La mayor parte del sector optará por someterse a estas normas para poder seguir captando la gran masa del ahorro. Será la reinvención hacia un modelo menos rentable pero más seguro. Otra parte rehusará la legislación y, mediante paraísos regulatorios, operará para inversores con más estómago para el peligro. Al contar con menos patrimonio, supondrán un menor riesgo sistémico. Y los otros que han actuado como hedge funds, las tesorerías de los bancos, también van a ser legislados en la misma línea. Sólo que, como el agua busca siempre una vía de escape, todos ellos intentarán encontrar la forma de seguir trabajando como siempre.