La reforma del sistema energético nacional es una prioridad para España por dos razones fundamentales: la primera, porque es un factor clave para mejorar la competitividad de la economía nacional; la segunda, porque garantizar la seguridad del suministro reduciendo la dependencia de fuentes energéticas externas es de una importancia capital en un mundo, donde la energía se ha convertido en una variable estratégica.
En este marco, la cuestión fundamental es si se transita de un sistema de permanente intervención del sector público en los mercados a un escenario competitivo o se consolida una regulación que es una expresión, de manual, de todos los defectos de la planificación económica. Con todos sus matices, la opción es entre un modelo de corte liberal o uno con el tufo de los planes quinquenales soviéticos.
Desde esta perspectiva, la invitación del Gobierno al Partido Popular para cerrar un gran pacto energético de Estado constituye un reconocimiento de los errores garrafales cometidos por el socialismo reinante en este terreno y, también, una trampa política para hacer cómplice al centro derecha de su nefasta política energética. Sin duda, la oposición tiene que estar dispuesta a cerrar acuerdos con el gabinete en pro de los intereses nacionales.
Sin embargo, sería lamentable y quedaría hipotecada la posición de un futuro ejecutivo popular, si se cierran compromisos que no resuelven sino que agravan los problemas del sistema energético nacional. El PP y el país tienen poco que ganar si su pacto con los socialistas es un nuevo parche para salvar la cara al gobierno.
Actuación cuidada por los efectos en el mercado
De entrada, los cambios de normativa en el sector de las renovables, con independencia de la racionalidad y eficiencia de su actual marco retributivo, hay que hacerlos con sumo cuidado por una razón evidente: España no puede añadir a una muy delicada situación de riesgo país, derivada de sus altos niveles de endeudamiento, un riesgo regulatorio que convierta a este país en una especie de república bananera en la que las reglas del juego se modifican en función de las ocurrencias de los políticos.
Si esto sucede la credibilidad de España en los mercados se deteriorará todavía más y las dificultades de financiación del sector público, de las empresas y de las familias se agudizarán de manera significativa. La combinación "riesgo-país/riesgo-regulatorio" es letal en las actuales circunstancias de España.
Por otra parte, las subvenciones al carbón nacional quizá tengan una lógica o, mejor, sean entendibles de acuerdo con criterios de política local o afectiva pero constituyen un derroche de recursos inasumible, una distorsión del correcto funcionamiento de los mercados como ha señalado la propia Comisión Europea, una carga sobre la competitividad y rentabilidad del sistema energético y sobre el conjunto de la economía y además resultan incompatibles con la profesión de fe medioambiental del gobierno socialista.
Carbón y energía nuclear
Es mucho más barato, justo y eficiente pagar de una vez a los mineros, cerrar las minas y permitirles que se dediquen a actividades productivas, que mantener un esquema que, al margen de su clamorosa ineficiencia, es indigerible para un país enfrentado a una situación financiera insostenible.
La energía nuclear tal vez no sea el elemento central o único sobre el que ha de reposar la seguridad y la independencia energética de un país pero sin duda es un instrumento clave para lograr esos objetivos.
Tal vez su coste y el tiempo de construcción y de maduración de las inversiones no las conviertan en el mecanismo ideal, en el bálsamo de fierabrás para resolver los problemas de corto plazo de la economía nacional, y quizá exista una fuerte oposición pública a la edificación de nuevas centrales, pero parece evidente que es imprescindible permitir que todos los emplazamientos nucleares existentes en España no sean cerrados y se permita la renovación de aquellos cuya vida útil llegue a término. Éste es uno de los puntos esenciales sobre los que debe pivotar cualquier pacto o política energética en esta Vieja Piel de Toro.
Déficit tarifario
Y qué decir de las tarifas... De entrada, los consumidores españoles no pagan el coste real de la energía lo que ha generado el famoso déficit tarifario, esto es, las empresas que venden electricidad lo hacen a un precio inferior al que cuesta producirla.
Ese agujero se estima en unos 20.000 millones de euros que, antes o después, alguien tendrá que pagar salvo que se pretenda que las compañías eléctricas vayan a la quiebra. Como esta hipótesis parece poco deseable, los ciudadanos de este país tendrán que cerrar esa brecha bien con un recibo de la luz más alto, bien con una subida de impuestos o con una mezcla de ambos. Como diría Holmes, elemental querido Watson...
Al mismo tiempo, la congelación tarifaria tiene un impacto terrible sobre las empresas eléctricas. Por un lado, reduce de manera sustancial sus ingresos, lo que inevitablemente conduce a un recorte de sus inversiones. Optarán bien por no invertir dentro y/o por hacerlo fuera en parajes con un entorno regulatorio más favorable.
Por otro, la menor rentabilidad de las compañías del sector se traducirá en una rebaja de sus calificaciones financiero-crediticias lo que dificultará y encarecerá la obtención de recursos en los mercados de capitales. En un entorno como el actual, en el que las empresas españolas tienen casi cerrada la financiación externa, esto constituye un golpe demoledor.
Finalmente, unas tarifas que no reflejan el coste real de la energía, constituyen una barrera de entrada a nuevos potenciales competidores porque nadie está dispuesto a invertir en pérdidas estructurales para penetrar en un mercado. El resultado es una disminución de la competencia en el mercado eléctrico, lo que al final siempre perjudica a los consumidores.
Por último, la fijación de tarifas por ucasse administrativo, elimina el principal elemento de asignación de los recursos en una economía de mercado: el sistema de precios relativos. No existe ningún planificador capaz de saber qué debe producirse, en qué cantidades y a qué precios.
Todos los intentos de llevar a cabo esta tarea, desde la planificación central hasta la regulación, han cosechado un monumental fracaso. El sector eléctrico español es un ejemplo paradigmático de esta fatal arrogancia, como diría Hayek, de la pretensión de sustituir al mercado por la decisión arbitraria de unos burócrata-políticos cuyas buenas intenciones nadie discute.
Lorenzo B. de Quirós, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.