Se esperaba más de la cumbre del G-20 en Toronto. Sobre la mesa, sólidos debates, como el de la tasa bancaria, los recortes presupuestarios o el estímulo al crecimiento. Al final, la reunión se ha quedado en poca cosa.
En consenso sobre el no consenso. Cada cual tomará su propia decisión sobre el impuesto a la banca. Y las medidas de recorte, si bien concertadas, se ajustarán a las circunstancias nacionales. La única línea cerrada que involucra a todos -importante, eso sí- es el compromiso de reducir el déficit a la mitad en 2013.
Se ha perdido una ocasión para lograr un convenio en materia financiera. Justo cuando Obama ha sacado adelante el texto final de la mayor reforma financiera en EEUU, no hubiera estado de más una coordinación con Europa. Queda para el próximo G-20 la consideración de las nuevas exigencias de capital a la banca en el marco de Basilea III, al igual que la definición por el FMI de hojas de ruta para ayudar a los países a reducir el déficit. Pero lo que llama la atención, dadas las ínfulas con que Zapatero acudía a la cumbre, es el anodino papel de España.
Un presidente que, sentado entre el representante australiano y el sudafricano, se limitó a explicar la situación de las cajas y su reforma laboral a la que le urgieron el FMI y la UE, vuelve sin pena ni gloria de un G-20 en el que se ha avanzado menos de lo previsto. Para dirimir el desencuentro entre Europa y Norteamérica sobre si primar el crecimiento o el ajuste se ha optado por la vía salomónica. Ni uno ni otro.
El G-20 santifica una consigna que se nos hará familiar en los próximos meses: "Una consolidación fiscal favorable al crecimiento". Mucha cumbre para esa frase.