Cuentan que Thales de Mileto, además de ser famoso por su teorema, por ser el descubridor de la electricidad e, incluso para algunos, de la misma filosofía, lo es por la invención de los derivados financieros.
Y es que corría un invierno durante el siglo VI a. C. cuando el ilustre griego paseaba distendidamente en compañía de sus discípulos, que le preguntaron por el motivo de su austeridad y discreción. Nuestro protagonista, para demostrar que su estilo de vida era de voluntaria elección, contrató en pleno invierno, cuando la demanda era baja, unas opciones de uso de prensas de aceite para su ejercicio en la primavera inminente. Y lo hizo después de predecir que la cosecha de aceituna sería excepcional, como así lo fue, por lo que las opciones le convirtieron en auténtico monopolista, subarrendando las prensas a su antojo y discreción.
A Thales, por lo que dicen los anales, ciertamente le salió bien la especulación, pero también le podría haber salido mal. Como en la actualidad le está saliendo a miles de pequeñas y medianas empresas y autónomos que en el año 2007 contrataron derivados financieros, en este caso en la modalidad de permuta financiera o swap, ante el riesgo que los elevados tipos de interés representaban de incremento de los costes de financiación. Si durante algunos trimestres vieron la cara del contrato, a partir de 2009 apreciaron la cruz en toda su dimensión, por la vinculación a unos costes bastante más altos que lo que todos habían previsto al tiempo de su contratación.
La consecuencia son cientos de demandas de nulidad de los contratos en sede judicial y miles de reclamaciones por mala práctica bancaria ante el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Sobre todo, o además, en unos momentos en los que la situación económica actual ha provocado pérdidas en la actividad ordinaria que dificultan la supervivencia empresarial.
La disputa contractual se está fundamentando en un alegado error de consentimiento contractual. Vamos, que no se sabían las consecuencias que, valga la redundancia, del derivado se podrían derivar. Y, sin quitar su parte de razón a una distribución indebida de estos productos, cuyo favorable e inmediato impacto contable seguro que hizo a más de una entidad y, dígase también, a más de un director de sucursal, caer en la tentación de una indiscriminada comercialización, lo cierto es que la demagogia se está convirtiendo en la herramienta de presión de más de un asesor.
Con un agravante. O mejor dos. El primero es que fueron muchos los que percibieron liquidaciones a su favor. Y durante todo ese tiempo, en muchos casos hasta 2008, no dijeron ni chitón. El segundo, que esa estrategia de impugnación descansa en el reconocimiento de una escasa o nula diligencia por parte del cliente, que acaba reconociendo que al tiempo de la firma ni siquiera puso en práctica su capacidad como lector.
Y es que ni el primero ni el segundo de los argumentos señalados son, en mi opinión, responsabilidad de la entidad de crédito con la que se contrató. Y son muchos, también, los juzgados y tribunales que están dando a bancos y cajas la razón, tanto para los casos anteriores, como los posteriores a que la normativa Mifid entrara en vigor.
No se lleven a equívoco, pues siendo grande la repercusión de algunas resoluciones en contra de bancos y cajas de ahorros, son muchas también las que son finalmente favorables a este sector. Y, en este caso, pueden conducir al cliente a una segunda espada de Damocles que no le hará ningún favor.
Una sentencia en contra no es fácil de renegociar. Una renegociación a la que muchas entidades sí que están dispuestas a tratar sin necesidad de demandar. No se engañen: poner una demanda por un swap no siempre es fácil de ganar. Muy al contrario, demandar puede tener más riesgo, incluso, y si se me permite la expresión, que swapear.
Juan Ignacio Sanz Caballero, profesor de Banca y Mercado de Valores. Facultad de Derecho de ESADE.