Decíamos hace unos meses en estas páginas que cuando un país ha perdido competitividad durante varios años y carece del recurso de la devaluación, la única forma de recuperar esa competitividad, en tanto no se producen reformas estructurales, es a través de una bajada de precios y salarios y que si no se produce eso, la única válvula de escape que encuentra la economía es la caída de la producción y empleo. Hasta ahora, hemos estado viendo cómo esa válvula de escape ha sido el traumático mecanismo por el que la economía española ha intentado ajustarse.
Pero los datos y acontecimientos de estos últimos días parecen sugerir que el proceso de deflación en la economía española ya ha empezado. Por un lado, a nadie debe pasarle desapercibido que la bajada del 5 por ciento de los salarios a los funcionarios es también un aviso a navegantes en el ámbito del sector privado y, por otra parte, la inflación subyacente, que es la que verdaderamente refleja la dinámica interna de precios, ha entrado en territorio negativo por primera vez en las últimas décadas.
Llegado a este punto, convendría que la situación se acompañase de esas reformas (laboral, financiera, educativa, administrativa, etc.,) que permitieran expandir el crecimiento potencial de nuestra economía (falta va a hacer en un contexto donde el sector público poco va a poder aportar dada la situación presupuestaria) y su capacidad de ser más competitiva en los tiempos que vienen. Sólo así se podría evitar que un proceso deflacionista más o menos transitorio se convierta en una situación como la de Japón en los años 80, donde tras el estallido de una burbuja inmobiliaria y a pesar de tener los tipos de interés por los suelos durante mucho tiempo, el crecimiento de esta economía no ha conseguido volver a despegar después de casi 30 años.
La necesidad de acometer reformas no debería llevar a rasgarse la vestiduras a nadie que tenga altura de miras. Con el paso del tiempo, las sociedades (igual que las personas) experimentan cambios y se hace necesario adaptarse a las nuevas circunstancias. Esa regeneración es consustancial a la vida y en determinados momentos, y éste es muy delicado, el mayor riesgo es el de no hacer nada. Ya lo vivimos en este país con la reconversión industrial a finales de los años setenta y principios de los 80 cuando muchas empresas habían dejado de ser eficientes y se impuso un doloroso cierre de muchas de ellas con la reorientación de algunas ramas de la actividad. No fueron años fáciles (por cierto, la bolsa española dio un magro 1 por ciento de rentabilidad anualizada en aquellos años del 77 al 82, aunque ciertamente era una bolsa carente de compañías con diversificación internacional), pero se decidió seguir adelante y se sentaron las bases de un nuevo ciclo expansivo que tuvo lugar en los siguientes años.
No tengo ninguna duda de que, aun aceptando la complejidad que entraña el momento actual, los sacrificios actuales (debidamente repartidos) son las bases de la prosperidad del futuro. Las soluciones no van a estar exentas de dificultades, pero la buena noticia es que se ha dado un paso en la toma de conciencia de la necesidad de esa metamorfosis y la distancia hasta la puerta de salida de esta crisis está hoy un poco más cerca.
Valentín Fernández, director de Fonditel.