Lo esencial de la normativa laboral española sigue siendo herencia de la postguerra y se explica por ser producto de la autarquía. Responde a una economía cerrada al exterior, con una demanda mayor que la oferta, de modo que vender no era problema, bastaba con despachar los pedidos.
La innovación era lenta; la fiscalidad, suave; la regulación, sencilla y estable; la comparación con el exterior, difícil. El régimen ganaba legitimidad con el pleno empleo, política de viviendas baratas, congelación de alquileres y otras políticas paternales y asistenciales entre las que se incluían sanidad, pensiones y ajuste de salarios a la inflación.
El pleno empleo era facilitado por la emigración y las remesas que llegaban a las familias, el bajo coste del petróleo y otros factores, entre los que deben contarse el maná del turismo y drásticos ajustes para estabilizar la economía y la moneda.
En una economía abierta, con innovación continua y rápida, con una fiscalidad y regulación pesadas y cambiantes, aumento de los niveles de las Administraciones Públicas y dependencia del marco regulado desde Bruselas, la presión competitiva -externa e interna- impide progresar con el enfoque precedente.
Cualquier empujón, como el acuerdo preferente con la Unión Europea que ayudó a exportar sin tener que abrir el mercado interior, o la entrada en la UE, que comportó una lluvia de inversión extranjera y, a finales de los 90, la adopción del euro, ofreció financiación abundante y barata, lo que permitió, como en los casos anteriores, una época breve de crecimiento seguida de una brusca caída del empleo.
Las empresas no despiden por antojo
La imposibilidad de manipular la moneda y las restricciones fiscales derivadas de una administración pública muy cara exigen una normativa laboral distinta basada en supuestos realistas, entre los que no entra el contrato vitalicio ni la judicialización sistemática de la relación laboral.
Las empresas contratan para producir y crecer. Si despiden es -con rasos casos patológicos- por imperativo de la situación y en contra de su voluntad y con un alto coste, que incluye pagos por despido, por salarios de tramitación, por asesoría legal... así como inquietud y tensiones del resto de la plantilla, presiones sindicales, deterioro de imagen y otras, entre las que no es la menor dar la cara ante alguien que ha cumplido. El despido se produce cuando la situación se ha deteriorado, la caja está exhausta y es difícil obtener crédito para pagar indemnizaciones ya que el/los empleado/s se va(n) llevándose el dinero y, probablemente, orientándose a donde más valen, esto es, a la competencia.
En el mundo de hoy, el despido suele ser justificado, procedente y necesario, esto es, una necesidad y lo opuesto a un capricho. La reducción de plantillas, las mejoras en la productividad y la calidad de la producción, son imperativos que pueden, si cambia la coyuntura, dar lugar a una recuperación.
Adelantarse al despido
Sin embargo, la experiencia persiste, y mientras subsiste aconseja que el nuevo empleo sea temporal, lo que limita las expectativas de contratados y contratantes. A menos que el marco legal se adapte a una realidad en la que el despido existe y, por tanto, debe anticiparse y, como otras contingencias, se debe provisionar.
La provisión del despido evita las dificultades que le acompañan, en cuanto a acceso a crédito, su coste y otros más. Hace tiempo que se ha propuesto formalmente, pero si las cosas iban bien era mejor no tocarlas, y si iban mal había que esperar a una coyuntura más propicia.
Las modalidades de la provisión son muchas y todas discutibles: ¿Se parte del nuevo derecho o se añade algo del acumulado? ¿Se hace para cada persona o por un porcentaje del total de la plantilla? ¿Se externaliza en forma de depósito, inversión o deuda pública o queda en la empresa? ¿Es una alternativa razonable el pago de un seguro que garantice el derecho del empleado? ¿Debe considerar la cuantía del derecho procedente o cualquier otro caso?
Modelo austriaco, el referente
En el llamado modelo austríaco esa provisión se asigna a la persona, que se la puede llevar en caso de cambio voluntario de empleo. Eso es razonable si la provisión se deduce del sueldo, pero en caso de partida voluntaria no parece procedente, como ocurre ahora, que no lo pagan ni la empresa ni Fogasa. Puede argumentarse que induce a cambio de pautas de comportamiento dando lugar a lo que se conoce como moral hazard y, por tanto, comportar riesgos sin contrapartidas.
La inversión extranjera, como la nacional, se resiente negativamente de la judicialización del despido, de que se considere improcedente en muchos casos, del elevado absentismo, de la intervención de las AAPP en las decisiones laborales, de la falta de flexibilidad para adaptarse a cambios y contingencias, etc., por lo que no es de extrañar que, con la experiencia vivida, se debilite su cuantía y su propensión a crear empleo.
También sorprende que los sueldos se muevan al margen de las mejoras en ventas, del aumento de la competitividad, de la rentabilidad o de la jornada. El IPC es problema del país, no un referente de cuya adopción se deriven más problemas; por eso, hay que atender a situaciones específicas y no genéricas. Estas facetas requieren discusión específica, como también la responsabilidad en caso de huelgas y los demás temas que configuran la reforma del mercado laboral.
Los apaños circunstanciales no arreglan nada y la persistencia en una situación inadecuada por temor a su complejidad no sólo no aporta nada, sino que debilita la capacidad de recuperación económica.
Joaquín Trigo, director ejecutivo, Fomento del Trabajo Nacional.