Los modernos sistemas de protección al desempleo fueron creados con la benéfica intención de amparar a los trabajadores frente a la caída de ingresos provocada por la pérdida involuntaria de su puesto laboral.
Este tipo de programas ofrecen la ventaja de aumentar la sensación de seguridad de los empleados ante la eventualidad de ir al paro y también evitar el desplome de sus parámetros de consumo durante su período de de permanencia fuera del mercado laboral.
Sin embargo, la evidencia empírica muestra también que los vigentes mecanismos de cobertura del desempleo generan importantes desincentivos. Así, cuanto mayor sea la cuantía y la duración de la prestación, menores son los incentivos de los parados para buscar un nuevo puesto de trabajo y también aumentan las presiones para exigir demandas salariales excesivas. La combinación de esos dos fenómenos se traduce en una tasa de paro alta o inferior a la que existiría si el mercado laboral fuese realmente competitivo.
El problema, los distintos contratos
Esos perversos efectos se acentúan en mercados de trabajo en los que existe una división entre contratos laborales indefinidos con elevados costes de despido y modalidades contractuales que imponen un costo menor a los ajustes de plantillas. Así, los ocupados fijos pueden reivindicar aumentos de salarios incompatibles con el man- tenimiento global del empleo porque a los empresarios les resulta menos oneroso despedir, por ejemplo, a los temporales.
En este contexto, un esquema de subsidio de paro como el existente en España contribuye a debilitar la potencial competencia que un abultado volumen de desempleo plantearía a quienes están protegidos por una legislación que hace muy costoso prescindir de ellos o sustituirlos por otros. De este modo, las rigideces creadas por el marco de instituciones laborales se autorrefuerzan y conducen a niveles de desempleo estructuralmente elevados.
Para corregir esa situación existen múltiples opciones: recortar el montante y el tiempo de la prestación por desempleo, reducir los costes del despido o las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, descentralizar la negociación colectiva, etc.
La solución pasa por implantar ¿el modelo austriaco?
En estos momentos, una línea de pensamiento económico propone introducir el denominado modelo austriaco que intenta paliar algunos de los desincentivos generados por los actuales mecanismos de protección al desempleo. El enfoque es sencillo y atractivo: los trabajadores y las empresas destinarían una parte de las cuotas sociales a un fondo individual destinado a financiar la estancia en el paro de los primeros si esa hipótesis se materializase.
Los fondos de esas cuentas se acumularían y capitalizarían y serían propiedad de los trabajadores, que podrían llevárselos consigo en caso de cambiar de empresa y obtener el capital acumulado si al final de su vida laboral el fondo tuviese saldo positivo. Este enfoque no es novedoso. Tiene una larga tradición teórica detrás. Su principal ventaja es internalizar los costes de los actuales sistemas de cobertura del paro, reforzar los incentivos de los trabajadores y evitar o rebajar las situaciones de riesgo moral inherentes a aquéllos.
En la práctica, los ocupados tendrían menos estímulos para ir al paro porque se lo pagarían ellos y, por tanto, perderían o consumirían parte o la totalidad del capital invertido en el fondo de desempleo. Este modelo ha funcionado con bastante eficacia en Chile y en Austria, que son los paladines de esta fórmula.
Si este nuevo esquema se diseña bien, es probable que, en el medio y en el largo plazo, ayude a disminuir el paro, las cotizaciones sociales y moderar la evolución de los salarios. ¿Cuáles son las condiciones para que esos benéficos efectos se materialicen? Ahí está la cuestión.
Condicionantes para ponerlo en marcha
De entrada, la primera pregunta es a quién se obliga o anima a suscribir un fondo privado de desempleo. Si es a todos los trabajadores, qué sucede con quienes llevan trabajando décadas; cómo se computaría su aportación pasada o, en su caso, ¿se les forzaría a empezar ex novo y a renunciar a las teóricas contribuciones que realizaron antes de la entrada en vigor del modelo? Si, por el contrario, se aplica sólo a los nuevos contratos, no se altera en lo sustancial uno de los problemas centrales del mal funcionamiento del mercado laboral español: su dualidad.
El segundo interrogante es ¿quién pagará el fondo? ¿Los empresarios, los trabajadores, los dos?? En todo caso, cualquier medida que implique un incremento de los costes empresariales tendría un impacto negativo sobre el empleo. En teoría de juegos se plantearía el problema de quién paga la transición y ése es un tema político y social peliagudo cuya solución es vital para el éxito del modelo.
La idea básica sería exigir a cada individuo que ahorrase una fracción de su renta salarial en una cuenta de ahorro que se desgravaría del IRPF como sucede con los fondos de pensiones. Si los recursos en ella depositados no fuesen suficientes para pagar una prestación mínima, por ejemplo, la del sistema actual, el Gobierno prestaría la cantidad necesaria a la cuenta privada hasta llegar a ese mínimo. Todos los trabajadores menores de, por ejemplo, 45 años podrían optar libremente por cambiarse al nuevo sistema y se les entregaría un bono de reconocimiento que les compense total o parcialmente de las contribuciones realizadas. En el momento de la jubilación, si el fondo tiene dinero, el trabajador podría retirarlo.
En suma, se trataría de crear las condiciones para sustituir el actual modelo de protección al desempleo por otro, de aplicación universal, basado en un esquema individual de capitalización financiado por los propios trabajadores (ver Feldstein M. and Altman D, Unemployment Insurence Saving Accounts, NBER, diciembre, 1998).
En cualquier caso, el modelo austriaco, chileno, etcétera, es una idea interesante y positiva, pero no es una panacea para resolver las graves disfunciones del mercado laboral español ni sustituye la necesidad de adoptar otras y más importantes medidas.
En este sentido es vital avanzar en la reducción de los costes del despido, en la descentralización de la negociación colectiva, en la rebaja de las cuotas a la Seguridad Social y en la desjudialización de la resolución de la relación contractual, lo que supone limitarse a aplicar las indemnizaciones por despido pactadas en los contratos.
Lorenzo B. de Quirós, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.