La reforma sanitaria impulsada por la Administración Obama ha desencadenado un verdadero maremoto político en EEUU. En Europa y, sobre todo, en España, las críticas al proyecto de los demócratas se plantean como una siniestra conspiración de las aseguradoras médicas privadas con los sectores radicales, incluso cercanos al fascismo, del Partido Republicano, empeñados en sacrificar en los altares del dólar y de la ideología a millones de americanos desprovistos de cobertura para su salud. Frente a ellos, el Gobierno norteamericano habría emprendido una noble campaña destinada a hacer realidad una sanidad para todos en el país más rico de la Tierra frente a la cerril oposición de los privilegiados. En América, pocos niegan que no existan problemas en el modelo sanitario. Ahora bien, existen muy diversas opiniones sobre las causas de los problemas y el modo de afrontarlas.
A diferencia de lo que se piensa, EEUU no es el paraíso de un mercado sanitario privado. El Gobierno federal y los estados han regulado de manera extensiva y creciente casi todos los aspectos y sectores del mismo desde la especificación de la cobertura que deben tener los seguros médicos privados hasta la tipología de los productos farmacéuticos pasando por una hiperregu- lación de la actividad de los profesionales de la medicina, por citar algunos ejemplos. Aunque el gasto directo del sector público en sanidad es inferior al de la media de los países de la OCDE, supone aproximadamente el 50 por ciento del gasto sanitario total de EEUU y sus expectativas de crecimiento son claramente alcistas tanto por el envejecimiento de la población como por las medidas adoptadas por la Administración Bush, que aumentaron de modo significativo el gasto federal en el ámbito de la salud.
La acusación tradicional contra el sistema de salud vigente en EEUU es clara y aparentemente atractiva: deja sin asistencia sanitaria a millones de ciudadanos, lo que es increíble en la mayor y más rica economía del mundo, en el Sangri-lá del capitalismo. Sin embargo, esta tesis ha de ser matizada. No es la presencia de un modelo sanitario privado y competitivo la causa de esa situación, sino básicamente la intervención y las regulaciones de los poderes públicos nacionales y estatales. Ellos han impedido la creación de un mercado eficiente para la sanidad y también explican la paradoja de que EEUU gaste en sanidad más que cualquier otro país del mundo y, sin embargo, numerosos ciudadanos no estén asegurados. Sobre este espinoso punto es útil realizar algunas aclaraciones.
En América, la cobertura médica de un trabajador sólo se beneficia de desgravación fiscal si es financiada por el empleador. Esto produce dos efectos: primero, los incentivos de los individuos para controlar su gasto en sanidad son bajos porque son financiados por un tercero; segundo, los trabajadores tienden a invertir una mayor parte de su remuneración total en atención médica de la que invertirían si ésta tuviese un tratamiento fiscal similar al de otros desembolsos. Al mismo tiempo, los dos programas sanitarios federales, el Medicare y el Medicaid, no han podido sustraerse a un viejo principio económico: a precio cero, demanda infinita. El resultado del marco ins- titucional en el que operan la sanidad privada y la pública genera una alta propensión al crecimiento del gasto.
¿Y qué pasa con la gente sin cobertura...? Los estados y el Gobierno federal han regulado el contenido de las prestaciones que debe obligatoriamente suministrar un seguro médico privado con una amplitud e intensidad sin parangón en otras áreas. Así, por ejemplo, un individuo de 25 años está obligado a suscribir una póliza en la que se le asegura por el riesgo de padecer Alzheimer, que es una enfermedad que es improbable que se contraiga con esa edad. Los ejemplos podrían multiplicarse. El resultado es un aumento de los costes del seguro que disuade a la gente de suscribirlo o limita su capacidad de hacerlo. Por otra parte, las pólizas individuales carecen de ventajas fiscales. Eso no es una cosa negativa a priori siempre y cuando no estuviesen bonificadas otras opciones. En cualquier caso, las deficiencias de la sanidad norteamericana no son un Fallo de Mercado sino un clásico Fallo de Estado.
En este contexto, la propuesta de reforma de Obama va en la dirección errónea porque profundiza las fallas del actual sistema. Bajo los ropajes de una mayor igualdad ("todos los americanos tendrán acceso a la sanidad"), provocará una menor eficiencia, la derivada de unos tipos impositivos más altos para financiarla que además no serán suficientes para cubrir un esquema de gasto de las dimensiones del planteado por el proyecto demócrata. Además producirán un impacto negativo sobre el crecimiento del PIB que contribuirá a agravar los problemas fiscales y presupuestarios de EEUU en el horizonte del corto, del medio y del largo plazo. Por otra parte, reducirá aún más la libertad de elección de los individuos en el ámbito sanitario, ya debilitada por el actual entorno normativo y regulatorio, lo que se traducirá en una menor calidad de la oferta.
Por último y, quizá más importante, la reforma sanitaria de Obama se enmarca en un conjunto de programas que llevan de manera inexorable a un peso del gasto y de los impuestos sobre la economía muy superior al registrado por EEUU hasta el momento. Desde esta perspectiva, la visión del Gobierno de Obama supone sin duda alguna un cambio sustancial en la definición del papel del Estado y ésa es la causa última de la agria polémica que el tema de la sanidad ha desatado.
Lorenzo B. de Quirós, miembro de Consejo Editorial de elEconomista.