Los dos escuderos de Elena Salgado en la cartera de Economía quieren abandonarla. El secretario de Estado de Hacienda, Carlos Ocaña, y su homólogo en Economía, José Manuel Campa, no ven la hora ni la manera de salir del caserón de Alcalá. La posición de Salgado con Zapatero no es cómoda para ninguno.
La emisaria de los deseos del presidente del Gobierno no pestañeó al desautorizar a Ocaña (no lo olvidemos, hombre de Solbes) cuando sensatamente transmitió que sobre la mesa del Ejecutivo estaba la congelación del sueldo de los funcionarios.
Por su parte, la profusa formación económica de Campa no pudo hacer otra cosa que llevarle a discrepar del resto del Ejecutivo durante la crisis de la deuda. Pese a su distancia ideológica y ser más experto que político, Campa accedió al puesto porque creía que así haría importantes contactos. Pero excepto el alargamiento de la vida laboral, no ha logrado impulsar ninguna de las reformas que precisa España y que defendió en su etapa académica.
Eso sí, ha de apuntalarse antes una salida a su medida, y dar el paso le supone desoír a su familia, que le recuerda que será visto como la cara de esta crisis, y la de otros, que incluso le ubican en instancias más altas del Ministerio tras un eventual cambio de Gobierno.
El deterioro económico, del que dan buena cuenta tirones de orejas como los del BCE, cala en la mal avenida familia del Ministerio de Economía. Si ya es de por sí duro pertenecer a ella en tiempos de crisis, se torna insoportable cuando en su seno se acallan iniciativas sensatas y advertencias prudentes sin otra justificación que la de ser Zapatero el verdadero ministro de Economía.