Opinión

Ignacio Muñoz-Alonso: La década perdida del euro

El euro parece haber actuado como amplificador de los ciclos de nuestra economía, tratándonos con excesiva benevolencia en los momentos buenos y castigándonos más que a los demás en los difíciles.

Mucho tiene esto que ver con el olvido de lo que fue una de las razones que llevó a los gobiernos de los países periféricos a perseguir con ahínco la fijación irrevocable de sus tipos de cambio con el euro en 1998, que era la creencia en que la imposibilidad de llevar a cabo devaluaciones competitivas serviría para forzar la competitividad del sector real, hasta alcanzar aquella convergencia real de la que tanto se hablaba en aquellos tiempos.

Fallo en el modelo productivo 

Han pasado ya doce años y nos encontramos en una situación en la que no caben disimulos ante la magnitud de nuestro deterioro comparativo y de nuestra competitividad en especial. La crisis ha revelado el verdadero problema diferencial de nuestra economía, que es el de su incapacidad estructural para crecer y crear empleo, pudiendo ahora encarar un proceso de recuperación similar al de Alemana, Francia, Holanda o incluso Italia.

Sufrimos ahora el mal uso que hemos hecho de nuestra pertenencia al euro, que soslayó el compromiso con los ajustes estructurales y atajó por la especialización en la producción de bienes no sujetos a competencia -servicios y construcción- y delegó en nuestros socios la producción de mucho de lo que consumíamos hasta acumular déficit comerciales de hasta el 10% de nuestra renta nacional en 2007.

Esta ilusión insostenible no hubiese sido posible, no obstante, sin el concurso de quienes acumulaban superávit comerciales a nuestra costa y que financiaban nuestras deudas mediante préstamos reflejados en los excedentes sistemáticos de nuestra cuenta de capital, cerrándose así un bucle que parecía satisfacernos a todos, incluido a un sector público que presentaba superávit continuados.

Financiadores por otra parte, tolerantes con nuestro diferencial de inflación, consecuencia de sus inyecciones de liquidez, al ser el valor de sus activos inmune frente a devaluaciones, en un entorno de tipos de interés apropiado para países superavitarios o con crecimientos menores, pero excesivamente bajos, incluso negativos, para nuestra recalentada economía burbuja.

Mientras tanto, nuestra actividad se concentraba cada vez en menos sectores, que además de poco productivos, drenaban talento y recursos financieros de los sectores de bienes comercializables, incapaces de pagar los salarios y de obtener la financiación a disposición de los sectores burbuja. Parecía que hubiésemos encontrado la formula mágica que, eludiendo largos programas de reformas ingratas y socialmente costosas, nos permitía obtener crecimientos superiores a nuestros laboriosos socios.

Dependencia del exterior

La verdadera dimensión de nuestra crisis es la que se revela como causa del cortocircuito de este mecanismo de recirculación del ahorro internacional hacia nuestro país, que evidencia que el combustible que nos alimentó durante los años buenos era, en una buena parte, los préstamos recibidos del exterior reconducidos hacia los sectores burbuja mientras destruíamos competitividad, profundizando así en la trampa en la que caímos al comportarnos durante todo este tiempo como si todavía mantuviésemos la opción de devaluar, llegado el momento, como otras veces en el pasado.

Dentro del euro, se nos impone una condición adicional a la de no devaluación, que es la desaparición de un prestatario tolerante con nuestro deterioro competitivo continuado, obligándonos con ello a imponer ajustes estructurales como única alternativa.

Sin el prestamista permanente tendremos que encontrar compradores y alguna manera de llegar a ser verdaderamente competitivos, atrayendo rentas del exterior mientras el desempleo continúe estrangulando el consumo y la contracción del crédito interior ahoga la inversión.

El verdadero cambio de modelo productivo empieza por desandar una parte de lo recorrido durante estos últimos años, que no es otra cosa que emprender el largo camino socialmente costoso de la desinflación de precios relativos, incluidos salarios, de activos y del desapalancamiento, en una suerte de devaluación virtual equivalente a la que hubiésemos hecho nominalmente.

España va a seguir en el euro, es necesario en un momento como el actual, y la crisis puede ser el catalizador que provoque lo que llevamos tanto tiempo aplazando. La convergencia real y el ajuste estructural serán procesos largos y difíciles, pero para los que ya no hay atajos. Ojalá tengamos suerte.

Ignacio Muñoz-Alonso, consejero delegado, Addax Capital LLP. Profesor de IE Business School.

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