Hasta hace poco, España era considerada una historia de éxito dentro de la zona euro. En muy poco tiempo, el país consiguió cerrar la brecha de desarrollo con sus socios del norte y demostró respetar la letra y el espíritu de la Unión Europea. Madrid registraba un superávit medio en las finanzas del Estado del 0,1 por ciento del PIB entre 1999 y 2007, frente al déficit del 1,8 por ciento del PIB en el conjunto de la eurozona. En menos de dos años, todo eso se ha hecho añicos y, ahora, se habla de España como si se tratase de Grecia. Sin embargo, por muy severos que sean los problemas económicos de España, el temor a que haya una quiebra resulta infundado.
La recesión sin precedentes iniciada en 2008 ha sido brutal en todas partes, pero en España la economía siguió contrayéndose incluso en el cuarto trimestre de 2009 mientras que Francia y Alemania, por ejemplo, ya habían iniciado una lenta recuperación en la primavera anterior. El año pasado, España presentó el tercer déficit público más importante de la zona euro, un 11,4 por ciento del PIB, y actualmente los mercados la vigilan muy de cerca. Madrid se enfrenta a una tarea colosal: reequilibrar sus finanzas públicas al tiempo que se replantea un modelo de crecimiento que ha demostrado ser insostenible. Parece que el Gobierno está tomando las decisiones correctas, aunque resulten dolorosas.
A lo largo del año pasado, las autoridades españolas han pasado de defender una postura fiscal extraordinariamente complaciente a comprometerse con la prudencia presupuestaria. Y lo han hecho de una forma mucho más rápida e inequívoca que la mayoría de los estados miembros del euro. La ley presupuestaria de 2010 ya contenía medidas concretas de consolidación que pueden resumirse en la decisión de aumentar el IVA en dos puntos en julio. El plan de estabilidad y crecimiento presentado en Bruselas prevé que el déficit público se reduzca al 3 por ciento del PIB en 2013.
Dada la naturaleza casi federal de las instituciones españolas, el programa del Gobierno central no puede anticiparse del todo a las decisiones presupuestarias de las autonomías, pero Madrid tiene la intención de cargar con la parte más pesada de la reducción del déficit (el 5,2 por ciento del 5,7 por ciento del PIB) entre 2010 y 2013. A partir de 2011, los recortes del gasto serán las principales herramientas del Ejecutivo para alcanzar su objetivo de déficit. Por ejemplo, el Gobierno se plantea sustituir sólo a uno de cada diez funcionarios jubilados, una medida que, por sí sola, debería reducir el gasto en un 0,3 por ciento del PIB anual. El Gabinete socialista ha prometido poner límite a algunas áreas del gasto público, las pensiones y el I+D, y también ha anunciado un retraso en la edad de jubilación, desde los 65 a los 67 años.
El programa cumple con la mayoría de los puntos que recoge cualquier manual sobre cómo llevar a cabo una consolidación fiscal con éxito. Se apoya más en el recorte de gastos que en ganancias aisladas de renta, y carga de frente con la corrección presupuestaria en lugar de esperar a un hipotético repunte económico que desencadene mejoras menos penosas en las finanzas públicas.
Aun así, este ambicioso programa sigue dependiendo en exceso de un escenario macroeconómico demasiado optimista. Se apoya en el supuesto de que, en 2012, la economía española vuelva a crecer a un ritmo similar al de la década anterior a la recesión. El problema radica en que el antiguo modelo de crecimiento español, sumamente ligado a la construcción y los servicios e impulsado por unos tipos de interés excepcionalmente bajos, ya se ha extinguido y necesita un replanteamiento. Dado el nivel de sobreapalancamiento de la economía, las lentas mejoras de la productividad y una competitividad deficiente, es probable que el país experimente un largo periodo de crecimiento económico muy inferior.
Al contrario que en el corazón de los países del euro, mucho antes de la recesión se empezaron a acumular grandes desequilibrios financieros. La deuda hipotecaria de los hogares se sitúa en el 58 por ciento del PIB en España frente al 36 por ciento en Francia y el 37 por ciento en Alemania. La caída continuada de unos precios inflados en la vivienda y el correspondiente declive del sector de la construcción afectarán a la recuperación durante años. Es más, aunque la burbuja inmobiliaria española ocupó los titulares en todo el mundo, el sobreapalancamiento del sector corporativo es menos conocido pero no menos problemático. España, que representa el 10 por ciento de la economía de la zona euro, registra más de una cuarta parte del crecimiento en deuda corporativa del bloque monetario entre 1999 y 2008. En consecuencia, la rentabilidad de las empresas españolas -una de las más altas en los principales países del euro al principio de la unión monetaria- ya había caído hasta el final de la lista en 2007, antes del inicio de la crisis.
Es probable que cualquier recuperación de trascendencia se frene este año y el que viene. En realidad, los efectos negativos del sobreapalancamiento en la economía real han quedado mitigados hasta ahora por la extraordinaria relajación monetaria de finales de 2008 y 2009. Mientras los tipos de interés se estabilizan antes de volver a subir enseguida, un mayor incremento en la morosidad es, probablemente, inevitable.
El Gobierno español está al tanto, sin duda, de los defectos del modelo de crecimiento del país. Además de los ajustes fiscales, Madrid ha propuesto reformas estructurales dirigidas a reducir la burocracia de las empresas y flexibilizar más el mercado laboral, de modo que se mejore la productividad.
Por el momento, la reacción de los sindicatos a tal combinación de restricciones fiscales drásticas y reformas de mercado libre ha sido relativamente suave para lo que viene siendo normal en el país. Paradójicamente, el alto nivel de desempleo, próximo al 20 por ciento, podría ayudar al Ejecutivo a seguir adelante con estas medidas. En condiciones normales, un mercado laboral problemático podría animar a los sindicatos a rechazar su poción amarga de ajustes macro pero, en este caso, la propia magnitud de los problemas ha aturdido al público hasta el punto de aceptar las políticas del Gobierno.
Si bien el regreso a un déficit del 3 por ciento del PIB en 2013 peca, probablemente, de optimismo, la tendencia de la consolidación general va en la dirección correcta, tanto como los esfuerzos del Gobierno para mejorar la competitividad de la economía. Y gracias a la prudencia de las políticas presupuestarias españolas durante los años buenos, su nivel de deuda al principio de la crisis era relativamente bajo (55 por ciento del PIB) y es probable que permanezca en unos niveles cercanos al de la media de la eurozona. El círculo vicioso que representa la satisfacción de la deuda supone, por lo tanto, un riesgo menor que en otros países de la zona euro, por lo que, a pesar del inevitable aumento de los tipos de interés a largo plazo, hay pocos motivos para pensar que los inversores internacionales vayan a dejar de financiar el déficit público español.
La otra cara del asunto es que España, uno de los motores de crecimiento más dinámicos de la eurozona en la última década, supondrá en el futuro previsible un lastre para la economía del bloque monetario.
Gilles Moec, Economista senior para Europa de Deutsche Bank