Cuando Napoleón no quería que se hiciese algo, lo enviaba a un comité. El presidente ha encomendado a Salgado, Blanco y Sebastián que formen una comisión para firmar un pacto de Estado que nos saque del agujero. ¿De verdad quiere Zapatero lograr semejante acuerdo? Después de haberle escuchado ayer hablando en un tono bastante complaciente respecto a su gestión de la crisis, cuesta creerle. Tras dos años de declive, sigue sin presentar medidas concretas, punto por punto. Se agarra a grandes palabras, como la Economía Sostenible, la Directiva de Servicios o el Plan de Austeridad, para justificar que está haciendo algo de calado. Para colmo, Zapatero tildó ayer el paro de "dolorosa anomalía". Bajo tal eufemismo, se revela un Gobierno que marcha camino de dos errores de diagnóstico muy graves, al igual que cuando se equivocó al ignorar el elefante de la crisis.
Primer error: el paro. En el momento que fue reelegido, en contra de todas las advertencias de los economistas, Zapatero pensaba que el problema iba a ser la inmigración y no el desempleo; de ahí que escogiese como titular de Trabajo a Corbacho, que había logrado un cierto éxito en la política migratoria. Sin embargo, esta cuestión se diluyó y el ministro se ha mostrado incapaz de aprehender el Talón de Aquiles de nuestra economía: un mercado laboral absolutamente deficiente. Ahora, Corbacho ha quedado arrumbado y ni siquiera integrará el comité para el pacto: ¿acaso se ha enfrentado en demasiadas ocasiones a Salgado?
El presidente yerra al creer que el desempleo es sencillamente fruto de la temporalidad. Constituye un serio desacierto achacarlo sólo a eso. Amén de muchos temporales que pueden ser despedidos sin coste, hay un grupo de trabajadores que disfruta de una barrera de protección muy elevada y que, por consiguiente, pueden defender con gran respaldo sus derechos para perjuicio de los otros. Que haya un grupo de privilegiados hace que el mercado laboral no se ajuste por precio, es decir, salarios, y que en vez de esto haya una mayor reestructuración en las cantidades. Pero como además padecemos una notable falta de flexibilidad para negociar las condiciones de trabajo y por tanto las horas, la corrección no se plasma en una reducción de jornada, como estimula el modelo alemán, sino en contratos de trabajo temporales prescindibles. El mercado laboral ha demostrado, en este sentido, una flexibilidad brutal y anómala (esto sí que lo es) en cualquier otro país occidental. Y ese sistema corrupto es el que se ha empeñado el presidente en mantener con su énfasis en los derechos y no en las oportunidades para trabajar.
El segundo motivo de equivocación del presidente en su discurso estriba en lo mismo de los dos últimos años: edulcorar la realidad. Presenta la economía como a punto de recobrar el vuelo y, así, no es de extrañar que las medidas propuestas carezcan de envergadura. Plantea una reforma de pensiones que está bien para empezar, pero debería centrarse en fomentar el empleo, ahora sobre todo rebajando su coste a fin de competir con el exterior. Crea un plan de austeridad vago y que afecta a la inversión... pero Zapatero no percibe que se trata de una crisis estructural que nos obligará a reducir el tamaño del Estado. Hasta que no se dé cuenta de eso, no acometerá reformas acordes. El presidente ha mandado a su ala dura para negociar. Pero ese comité debe trabajar sobre las condiciones que ha puesto el PP, no las que ellos pretendan imponer. Los populares no deben tender la mano a otra cosa. Jefferson bromeaba que en Waterloo perdió Napoleón y ganó Francia. Aquí todos perdemos, porque esta situación sí que es anómala: un Gobierno que durante dos años no se ha dado cuenta de qué va esta crisis.