
"Mientras la música siga sonando tú tienes que estar ahí y bailar". Cuando realizó esta declaración al diario británico Financial Times el pasado 9 de julio, Charles Chuck Prince, el entonces todopoderoso presidente y consejero delegado de Citi, no podía imaginar que estaba dictando su propio epitafio. Pero fue así. Dimitió cuatro meses después.
El príncipe invencible fue destronado por el costoso impacto que la crisis de las hipotecas de alto riesgo o basura -subprime- estaba teniendo en la entidad. La sangría ascendía en ese momento a unos 6.500 millones de dólares. Demasiado, incluso para alguien como él.
Resaca dolorosa
Tal como pronosticó en primera persona, el pecado capital de Prince consistió en participar en la fiesta de la liquidez hasta altas horas. La apuró al máximo, tanto que la resaca resultó no ya dolorosa, sino cruel. Eso sí, no fue el único. Otros muchos también sucumbieron a la tentación. De hecho, Chuck no fue el primero en caer. Le había precedido Stan O'Neal, que abandonó su puesto como consejero delegado de Merrill Lynch. Y más recientemente le ha seguido Zoe Cruz, que ha dejado de ser la copresidenta de Morgan Stanley, otro de los grandes bancos de inversión de EEUU.
Prince, O'Neal y Cruz ponen nombre y apellidos a la crisis. Pero ésta no se limita a la dimisión de tres de los mayores ejecutivos de Wall Street. Va mucho más allá. Desde mediados de julio, momento en que la crisis estalló de forma definitiva, el valor en bolsa de los mil mayores bancos del mundo ha caído 570.000 millones de euros. ¿Y los beneficios? En este terreno, las cantidades distan de ser tan claras, aunque también ascienden a miles de millones de dólares. Por el momento, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) las calcula en 300.000 millones de dólares -unos 205.000 millones de euros-.
Excesos y opacidad
La dificultad de calibrar las pérdidas constata, precisamente, la complejidad de la situación actual. Si la crisis asusta tanto se debe a que se desconoce su alcance real. "La falta de visibilidad en números continúa siendo extrema", apuntan desde Banif.
Hasta los bancos centrales, con sus constantes peticiones de una mayor transparencia, dejan entrever que no saben qué entidades están contagiadas y hasta qué punto. Es más, las que han reconocido sus pecados no lo han hecho al dictado de su conciencia, sino porque debían pasar por el confesionario obligado que es la presentación de resultados. Parece increíble, pero es cierto. Y todo por dos causas principales: la primera, los excesos cometidos al calor de la abundante liquidez existente; y la segunda, la opacidad que ha envuelto a varios de los activos que han acaparado un mayor protagonismo en las últimos años, como los títulos emitidos con el respaldo de las hipotecas basura.
Estos productos se han ido diseminando por las carteras de todo tipo de inversores, desde pequeñas sociedades financieras hasta los mastodónticos bancos de inversión. Mientras los ciudadanos estaban al día con sus pagos y por tanto los inversores que habían comprado activos basura recibían su dinero, todo iba de maravilla. Pero en cuanto los impagos repuntaron, los títulos subprime empezaron a perder valor, caída que arrastró consigo a las carteras de los inversores. De los pequeños... y de los grandes.
Y ésta es la verdadera razón por la que las hipotecas de alto riesgo, que apenas suponen el 15 por ciento de los créditos hipotecarios norteamericanos, han desencadenado una crisis así: el germen se ha colado por todos los recovecos del sistema bancario. "Las dificultades de las hipotecas subprime han servido para que los inversores adquiriesen una nueva conciencia de los excesos crediticios realizados en el pasado al calor de los bajos tipos de interés en otros segmentos de actividad y de la peligrosa opacidad y falta de liquidez de algunos de los instrumentos que canalizaron ese exceso de complacencia", aseguran los expertos de Banco Urquijo.
Menos dinero y más caro
Sin embargo, la cascada de consecuencias no se detiene ahí. La opacidad y el desconocimiento han disparado la desconfianza, y ésta ha secado el mercado interbancario, que es al que suelen acudir las entidades para prestarse dinero entre ellas. Pero ahora no está siendo así. Como nadie sabe con certeza qué firmas están infectadas, las entidades no se fían de prestarse dinero entre ellas. "Quizá les asusta prestar al banco de al lado por si tiene lo mismo que ellos están viendo en sus propias carteras", afirma Gregor Logan, director de inversiones de la gestora británica New Star.
Por tanto, a los bancos cada vez les resulta más complicado obtener dinero, un problema que se ve agravado porque también se les ha cerrado otra puerta: la de emitir títulos respaldados por su cartera hipotecaria. Este segmento ha reforzado sus líneas de financiación en los últimos años, pero ahora se ha estancado por el efecto contagio de los activos basura.
Y el hecho de que el dinero deje de fluir por el sistema bancario, que es el brazo derecho del corazón financiero, incrementa los riesgos potenciales de la crisis. Sin riego sanguíneo suficiente, los bancos también endurecerán las condiciones de los créditos que dan a las empresas y las familias. Es decir, el camino más corto para que los problemas financieros se trasladen a la economía real.