
Todo estaba bajo control. En EEUU, la Fed venía manteniendo los tipos de interés en el 5,25% desde agosto de 2006. A este lado del Atlántico había una mayor actividad, pero todo marchaba según lo previsto. El Banco de Inglaterra tocó por última vez los intereses a comienzos de julio, cuando los elevó del 5,5 al 5,75%, al tiempo que el BCE seguía con su progresiva apreciación del dinero, que le llevó a situarlo en el 4% en junio.
Incluso el Banco de Japón (BoJ) se movía en un ambiente más tranquilo, que le había permitido aumentar los tipos del 0,1 al 0,5% entre mediados de 2006 y febrero de 2007.
Pero, una vez más, se trató de una falsa impresión. El escenario no era tan idílico. En un entorno económico y financiero tan sofisticado, interconectado y cambiante como el actual no se puede cantar victoria. Y la crisis financiera destapada este verano lo ha demostrado de nuevo. Hasta mediados de julio, el guión de los principales bancos centrales del mundo estaba totalmente definido: la Reserva Federal (Fed) podía mantener los tipos, mientras que Inglaterra, la zona euro y Japón tenían margen para aumentarlos de forma tranquila. Pero la crisis se cruzó en el camino para truncar sus planes.
Cuestión de prioridades
Lejos de no tocar los tipos, la Fed los ha recortado ya hasta el 4,5%, y está previsto que los reduzca de nuevo, al menos hasta el 4,25%, en la reunión del 11 de diciembre. Y en vez de aumentarlos, el Banco de Inglaterra (BoE, en sus siglas en inglés), el Banco Central Europeo (BCE) y el Banco de Japón los han dejado en el nivel en el que estaban a comienzos de julio.
Además, la Reserva Federal, el BCE y el BoE han intervenido, bien inyectando dinero, bien acudiendo al rescate de entidades financieras concretas, para que el corazón financiero siga latiendo y evitar el estallido y la propagación de pánicos bancarios.
Por tanto, los bancos centrales se han visto obligados a cambiar el paso. Y además por partida doble, ya que no sólo han alterado sus intenciones iniciales sobre los tipos, sino que también han tenido que desempolvar su función como guardianes de la estabilidad financiera. En un entorno como el vivido desde 2003, en el que todo parecía ir como la seda en los mercados y la actividad financiera, los bancos centrales habían volcado su atención en vigilar la marcha de los precios e impedir un recalentamiento de la economía.
De hecho, las instituciones monetarias no se libran de las críticas actuales por no haber atajado a tiempo la fiesta de la liquidez y el endeudamiento, que ha sido la que ha alimentado los excesos y las malas prácticas que han conducido a la crisis vigente.
Segundo plano para la inflación
Ahora, aunque sea a posteriori, no les queda otro remedio que dividir su atención. Es más, la lucha de la inflación ya no es la reina de la casa, sino que su papel preponderante ha pasado a la necesidad de contener el impacto potencial de la crisis y evitar que los problemas financieros se trasladen al conjunto de la economía. De ahí que las subidas de los tipos hayan quedado aparcadas a pesar del resurgimiento de las presiones inflacionistas.
En definitiva, los bancos centrales han recuperado su papel como prestamistas de último recurso. "En la mayoría de las crisis financieras acaecidas entre 1720 y 1988, tanto a escala nacional como internacional, ha entrado en acción un prestamista de último recurso en respuesta a las presiones del mercado", escribió el estudioso de las crisis financieras Charles P. Kindleberger. Es decir, es a ellos a los que les corresponde acudir en ayuda del corazón financiero, con el objeto de que no deje de latir.
Para ello, disponen de varias herramientas, que básicamente consisten en reducir los intereses, disminuir el dinero que deben mantener en su caja los bancos, comprar bonos e inyectar liquidez directamente en el sistema. Todas ellas persiguen poner en circulación más billetes y monedas con el fin de que ese dinero adicional evite el colapso financiero y económico.
Discriminar
Por tanto, podría parecer que es suficiente con inundar todo de dinero. Pero no resulta tan fácil. "El prestamista de último recurso se enfrenta a los dilemas de la cantidad y el momento de la intervención", comentó ya Kindleberger. Es decir, la cuestión es cuándo y cuánta liquidez introducir.
En este sentido, Walter Bagehot, el editor más famoso del semanario británico The Economist y autor del prestigioso libro Lombard Street, sostenía que es mejor pasarse que quedarse corto, ya que siempre habrá tiempo para retirar esa liquidez más adelante. Aunque no aceptada por todos, esta pragmática postura es la que cuenta con más adeptos, y de hecho es la que vienen secundando la Fed, el BCE y el BoE.
Más ampollas suscita otra cuestión: a quién ayudar. Y es que los bancos centrales se enfrentan al riesgo moral de acudir al rescate de entidades, como la británica Northern Rock, que han cometido demasiados excesos. Si lo hacen, se enfrentan a la amenaza de que en el futuro las entidades se vuelvan menos cuidadosas, porque asumen que los prestamistas de último recurso ya taparán sus agujeros.
Los bancos centrales, por tanto, deben exhibir toda su materia gris con una precisión quirúrgica. De lo contrario, el enfermo puede morir bien por exceso de cuidados, bien por su defecto.