
La semana pasada me referí a la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución (CE) que va a aprobarse sin el menor debate jurídico, político o intelectual, cuya apremiante celeridad ha privado del sosiego necesario para depurar y enmendar el desaseado texto, que parece redactado en una noche insomne, en una oscura y mal ventilada covacha administrativa.
Se decía que una reforma constitucional, sea cual fuere su impulso inspirador, debe afrontarse con una solemnidad condigna, atendida la magnitud y transcendencia de la acción legislativa que se emprende. No en vano, es la primera reforma de calado de nuestra Norma normarum y, por ello, ocasión propicia para volcar en ella saberes varios con el debido reposo y maduración.
Por otra parte, la Constitución no se dedica a plasmar declaraciones de orden retórico, sino que es una ley, la principal, el ápice del ordenamiento. Uno de los asertos de esa concepción normativa -no sólo política, ideológica o incluso emocional- de la Carta Magna es que todo el sistema jurídico debe interpretarse a la luz de sus normas y principios rectores, y encontrar justificación y acomodo en ellos.
De ahí que se precise gran cuidado al enunciar los principios, ya que están llamados a proyectarse sobre un complejo ordinamental que no tolera extravagancias ni piezas exóticas al sistema. La Constitución, por lo general, no define los conceptos jurídicos, sino que se hace eco de instituciones o realidades anteriores y exteriores a ella: así, la propiedad privada, el domicilio o el sistema fiscal.
La acuñación, pues, de un principio nuevo, como el de estabilidad presupuestaria, llamado a ser el eje de la atropellada reforma, debía ser objeto de una mayor precisión, dado que tal estabilidad no es, por sí sola, una noción económica ni jurídica que remita a una verdad unívoca y fácilmente perceptible.
Estos problemas de método normativo elemental no se quedan en una mera cuestión de elegancia o buena práctica, cuyos desvaríos y claudicaciones capten sólo la atención de juristas exquisitos y ociosos. Si sólo fuera eso, la desmañada componenda crearía un contratiempo relativamente inane. Pero la técnica constitucional, depurada y decantada a través de los tiempos y la mucha ciencia, está al servicio de la claridad de las normas y, por ende, de su más sencilla comprensión e interpretación, es decir, de la seguridad jurídica.
Por el contrario, el proyecto abunda en nociones, a desmedro de dicha claridad, que no simplifican precisamente el texto, haciéndolo inteligible para el intérprete especializado y también para los ciudadanos (en quienes reside la soberanía popular y que deben interiorizar la reforma constitucional) ni facilitan su cumplimiento por las Administraciones públicas destinatarias de sus previsiones.
Así, partiendo de ese principio problemático de la estabilidad presupuestaria (apartado 1), se indica a renglón seguido que "el Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados Miembros" (apartado 2).
Se incorpora el déficit estructural (requisito equívoco y polisémico, quizás para ser convenientemente soslayado), remitiéndose, al efecto, a los márgenes establecidos -en su caso- por la Unión Europea, a la que de rondón se la cita ex novo en la Constitución. En vez de la altura exigible a un precepto constitucional, el párrafo tiene el castizo aire de una Orden Ministerial que aprobase el impreso para declarar las retenciones e ingresos a cuenta.
En la misma línea desorientada, el párrafo segundo del apartado 2 remite a una ley orgánica la concreción del déficit estructural -repárese en que tal idea presupone otras clases de déficit no afectadas por el límite- en relación con su Producto Interior Bruto. Alusión ésta, por cierto, a otro concepto indefinido que, además, es artificioso en el marco de una nación con un ordenamiento único y un mercado que también lo es. Es decir, la idea de un PIB autonómico no deja de ser vagarosa, relegada a la determinación de técnicos y estadísticos -con sus ajustes, compensaciones y reglas de cálculo- e impropia de una previsión constitucional.
El apartado 3 (Deuda pública) no va a la zaga de sus precedentes en cuanto a vaguedad y lasitud conceptual, pues el límite debe cumplirse, no por cada entidad, ya que "el volumen de deuda pública del conjunto de las Administraciones Públicas en relación al Producto Interior Bruto del Estado no podrá superar el valor de referencia establecido en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea", lo que hace poco menos que imposible controlar que ese valor máximo no se desmadre e imputar a unas u otras el incumplimiento.
Donde el proyecto alcanza, no obstante, el cénit de lo delicuescente, es en el apartado 4, que prevé excepciones a los límites de déficit estructural y volumen de deuda pública, comprensibles cuando sucedan catástrofes naturales; tautológicamente previsibles en hipótesis de recesión económica (acaso para no salir jamás de ellas); y, como colofón apoteósico, también se salvan ante "situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado?". Doy mi palabra de que el párrafo está extraído de una versión fiable de Internet.
Esa peculiar salvedad bastaría para desacreditar el proyecto, por su insolvencia intelectual. En su enunciado, incluye otro concepto arcano que obliga a descifrar esa excentricidad de la "sostenibilidad económica o social del Estado" y, rizando el rizo, cuando tales supuestos de "emergencia extraordinaria" escapan al control (sic) de éste, verdadera innovación en la ciencia constitucional.
El apartado 5, que acota los términos y previsiones de la Ley Orgánica de desarrollo, mantiene alto el listón de la ambigüedad, y denota el estilo ordenancista que impregna el proyecto, división en apartados incluida.
Baste con señalar que si se relega a dicha Ley orgánica menciones tan esenciales como las de sus puntos b) y c), esto es, la "metodología y el procedimiento para el cálculo del déficit estructural"; y la "responsabilidad de cada Administración Pública en caso de incumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria", la reforma constitucional se quedará en un experimento inocuo, al margen de resulta difícil la exigencia de esa responsabilidad en términos jurídicos.
Es aquí donde cabe ponderar la futilidad de la reforma constitucional y, dicho sea con venia, su simulación, por discordancia entre el designio querido y el manifestado. Tal es la razón que a mi juicio la hace innecesaria y aun perturbadora, pues en caso de infracción, puede presumirse sin riesgo de error que no pasará nada. Quod erat demonstrandum.