
Terminamos esta miniserie de artículos, ahora que el veraneo de muchos llega a su fin, abordando alguna otra cuestión de interés sobre ciertas disfunciones de la justicia. No es sólo su colonización, en parte, por la política, o por los políticos, lo que nos debe preocupar, sino la falta de reacción ante sus males.
Conforme a la célebre y cínica definición de Groucho Marx: "la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados". Desde luego, la búsqueda de problemas está más que acreditada ente los afanosos cultivos a que se aprestan los mantenedores administrativos de nuestro sistema judicial: nunca se vio una pléyade tan nutrida de libros blancos, observatorios, encuestas, tomas de pulso y, en suma, manifestaciones del arte de buscar problemas.
Presuponiendo que esa ingente labor haya fructificado en el hallazgo de los males que nos aquejan y que estos sean, por ejemplo, la saturación de la planta judicial, la prolongación de los tiempos de respuesta, la escasa preparación de los jueces y del personal judicial y, en resumen, la inidoneidad de la estructura actual para afrontar el ingente número de pleitos que ingresan en Juzgados y Tribunales -esto es, aceptando que no hay otras causas motrices, quizás porque no se quieran ver-, las soluciones que se nos ofrecen parecen satisfacer la máxima de Marx (Groucho) de que se aplican los remedios equivocados.
Vamos a hacer el acto de fe de suponer que hay una cierta voluntad de que esto se arregle, incluso una altura de miras lo suficientemente elevada como para situar las soluciones al margen del juego partidista, aun conscientes de que se requiere, realmente, mucha fe para albergar esa suposición: aun contando con ello, todas las reformas que se acometen parecen impremeditadas, remiendos urgentes destinados a sofocar problemas coyunturales o a satisfacer demandas puramente corporativas. Es de ver con notable inquietud la frecuencia con que las leyes procesales se denominan urgentes o incorporan a su título palabras-señuelo como agilización o modernización. Cuando tal cosa se vea, aconsejo al lector que descrea largamente de la eficacia de la medida propuesta.
Una reforma de más hondo calado, que parece no verá la luz del BOE merced al previsto anticipo electoral, es la que suprime el partido judicial como unidad territorial de impartición de justicia, embebiéndola en la novedad de los Tribunales de Instancia, órgano colegiado de funcionamiento unipersonal, o al revés, en que se prevé, parece que no sin intención rigurosamente planificada, la avocación de asuntos de que conozca un juez determinado al pleno del Tribunal para su resolución, lo que conlleva sustraer a aquél una competencia que le es propia, con el peligro nada difuso de que el pleno revierta el criterio asentado, con un riesgo más que cierto de despojo al litigante del derecho fundamental al juez ordinario predeterminado por la Ley y una indeseable interferencia en el poder judicial.
Sí nos tienen en vilo las vicisitudes parlamentarias del otro proyecto de reforma procesal galopante y urgentísima, con arreglo al cual, entre otras previsiones menos llamativas, la cuantía casacional experimenta un notable aumento, en el orden civil y contencioso-administrativo, hasta los 600.000 euros, que la deja prácticamente como una vía residual y, en lo referido a esta última jurisdicción, convierte a los tribunales inferiores en la última palabra sobre los asuntos, dispersando las doctrinas posibles hasta su irremediable pulverización.
Este indeseable pero no indeseado efecto no quedará mitigado sino muy parcialmente con el mantenimiento del recurso para unificación de doctrina, dada no sólo su configuración legal sino los muy draconianos criterios de admisión que exige el propio Tribunal Supremo, que parece negarse a sí mismo, como un personaje pirandelliano que en vez de buscar a su autor, busca su desaparición.
No es que yo, personalmente, sea partidario de una banalización del recurso de casación y que con ello se convierta de facto en una segunda instancia, algo que ya venía sucediendo, pero la solución no radica en una medida quirúrgica tan drástica como la propuesta sin atender a otras necesidades que deberían acompañarla, en una visión integral del problema: así, por ejemplo, no se altera la planta de la Sala Tercera del Tribunal Supremo -que es un Olimpo ciertamente abarrotado, a la vez que esa tierra prometida que, como Moisés, jamás alcanzaremos-.
Con ello se hace visible su desproporción para atender la menguada cifra de asuntos de entrada, lo que en sí mismo no sería recusable en una concepción ideal de la justicia, pero sí pone de manifiesto la notable zanja que se abre respecto de los tribunales de instancia -Audiencia Nacional y Tribunales Superiores de Justicia- que cada día más tienen que hacer de supremitos involuntarios mientras el verdadero Tribunal Supremo, con la puerta semicerrada, se centra en gestionar el retraso acumulado, renunciando en buena medida, sin bien para nadie, al papel unificador que le asigna la Constitución.
En todo caso, es de advertir en estas apresuradas reformas orgánicas y procesales un designio unilateral de imposición política, de trágala, que no incorpora lo que se haya fraguado meditadamente en estrados, en el foro o en la cátedra. No son medidas respaldadas por ningún consenso político ni tampoco científico o académico. Las leyes procesales, como todas las que sirven de cabecera a las distintas ramas del ordenamiento jurídico, deben tener vocación de permanencia y eso sólo se logra tras un debate fecundo y sosegado, al margen de las prisas, así como con las aportaciones, que siempre son valiosas, de quienes tienen algo que decir al respecto, empezando por los propios jueces, a los que nunca se consulta.
Frente a una técnica de legislar madura y responsable, lo que se estila desde hace décadas es la expendición de leyes parciales, episódicas, destinadas a la fugaz gloria de un telediario y a quedar arrumbadas junto a los miles de normas que vagan errantes por el ordenamiento, sin orden ni concierto.
Por lo demás, sorprende la falta de reacciones desde la Universidad, los colegios profesionales, los propios jueces. Parece que lo sentimos todo como inexorable. A lo mejor -no lo descarto- soy yo el equivocado y estamos viviendo, como Leibniz predijo, en el mejor de los mundos jurídicos posibles, y esa manera espasmódica de producir textos legales no es sino un ejemplar y avanzado signo de los tiempos, que yo no sé reconocer. Es posible. Y puede que probable, porque en el universo jurídico español no es fácil ver a algún Viriato quejarse en público de nada. Acaso porque hayamos perdido ya la facultad de observar los errores, cegados por los dioses porque también nos quieren perder a nosotros.