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La división de poderes y la Administración de Justicia (II)

Foto: Archivo.

Ponía en el artículo anterior el dedo en cierta llaga: la colonización por parte de la Administración del poder judicial, de la que se extraían ejemplos de alto valor ilustrativo, pero no los únicos.

En todo caso, sí puede decirse que es el ejecutivo el que maneja el presupuesto y el que acomoda -con especial gravedad en tiempos de tribulación económica- el gasto a las necesidades de la organización judicial, lo que supone, sin que sea preciso una particular perspicacia, que la justicia entra como un título competencial más en el conjunto de necesidades y prioridades de gobierno, dentro del esquema de cañones o mantequilla de la conocida alegoría de Samuelson. Es decir, que la Justicia deja de ser percibida como un poder constitucional propio, con necesidades permanentes e inaplazables, para quedarse en un mero servicio público, en una competencia del ejecutivo.

Obvio es aclarar que, como los males no vienen solos, se decidió que las comunidades autónomas fueran partícipes de la gestión de la justicia, competencia que, pese a ser transferida sin objeción de casi nadie, figura en la Constitución como exclusiva del Estado (artículo 149.1.5 CE), lo que no impidió al Tribunal Constitucional, en una aciaga jornada, acuñar el extravagante concepto de "administración de la Administración de Justicia" para romper la unidad del poder judicial, causando un daño al sistema cuyos efectos aún perduran.

Al margen de las disfunciones que esa dispersión ocasiona en la fisiología históricamente vacilante de la justicia, así como de las desigualdades que provoca en los ciudadanos, mejor o peor tratados en función de su vecindad -algo en lo que no se repara con el merecido énfasis-, cabe advertir que, con tan grave decisión, se vino a incorporar la justicia a las competencias administrativas en el mismo plano que, pongamos por caso, la sanidad o la educación, sin percatarse de que estamos ante algo ontológicamente distinto, infinitamente más delicado y frágil y que, por naturaleza, debió quedar siempre por encima de la tutela del Ejecutivo, de los ejecutivos, lo que hoy equivale a decir que al margen de la política.

Desgraciadamente, los ciudadanos perciben que la justicia, en su dotación de medios, al menos, depende de los políticos y, por tal razón, se abisma en el juego de las necesidades coyunturales y por tanto prescindibles, con el agravante de que se trata de una competencia poco atractiva para efectuar inversiones de magnitud en ella, poco fotogénica para abrir los telediarios y, en definitiva, escasamente útil para hacer demagogia a su costa.

La política, por lo demás, también se ha ocupado de desintegrar poco a poco la carrera judicial y, dentro de sus características definitorias, desarticular ese cursus honorum que, combinando el mérito y la capacidad con la experiencia profesional, crease la legítima aspiración de progresar y, transcurridos los años, acceder a los puestos judiciales de mayor responsabilidad.

Esa expectativa ha ido declinando hasta casi desaparecer, por varias razones: una de ellas, porque el Tribunal Supremo, en la práctica, ha dejado de ser carrera judicial en sentido propio porque sus miembros han logrado para sí mismos un estatuto personal -mejorado día a día con aportaciones que nutren y acrecen ese status- que los desata y desvincula del resto de la carrera. El resultado de ese proyecto, que se vio coronado por el éxito, ha sido la separación, por elevación, de los Magistrados del Tribunal Supremo de su pertenencia real a la carrera judicial, con pérdida de su necesaria capacidad de interlocución. Buena prueba de ello es la progresiva infrarrepresentación de ese collegium en el CGPJ, hoy día cercana a la nada.

La otra razón de la pérdida de sustancia de la carrera judicial es el pacto de Estado que signaron en su día los dos grandes partidos para repartirse el poder judicial conforme a un régimen de cuotas, delegados en su ejecución por sus asociaciones fideicomisarias, confabulación de la que se puede decir que ha servido para desnaturalizar el Consejo, que debería ser el garante de la independencia judicial y no la representación de los partidos en la tierra judicial, con básicas funciones de agencia de colocaciones. Ese pacto no sólo ha permitido una degradación en la altura intelectual y moral del órgano que, es de temer, aún no se ha detenido -hablo de la media aritmética declinante, no de sus honrosas excepciones- sino que es esclarecedora de hasta qué punto interesa la independencia judicial a los partidos políticos.

Baste para ello comprobar la política de nombramientos del Consejo de cargos de libre designación -en especial, magistrados del Tribunal Supremo-, para verificar hasta qué punto están subvertidos los principios de mérito y capacidad, algo que todos sabemos pero que muy pocos exteriorizamos, salvo que aspiremos a la noble práctica del ostracismo. Un reciente voto particular de una sentencia del Tribunal Supremo que ratificó un nombramiento del Consejo para ese Alto Tribunal -más que un voto era una lúcida denuncia- atestigua que hoy día constituye una rareza singular que un magistrado no afiliado a ninguna asociación judicial, caso en que se encuentra más de la mitad de la carrera, tenga opción alguna de ser promovido a esa categoría.

En síntesis, la política casa mal con el ejercicio jurisdiccional, pero tampoco es deseable el juego de partidos -y, lo que casi es peor, el de las asociaciones judiciales que añaden como mérito, a la adhesión ideológica, la camaradería amical o correligionaria- en el sistema de nombramientos judiciales. Este, como digo, ha actuado decisivamente como elemento que, a un tiempo, cohesiona el perverso sistema en una dinámica de míos-tuyos que poca relación guarda con los valores que debieron prevalecer, y, de otro lado, aleja a los jueces de ese órgano que, constitucionalmente, ha de velar por su independencia y por el adecuado ejercicio de su función.

Es evidente que, cuando se habla de perturbaciones a la independencia judicial no se alude a formas burdas de influencia ni tampoco a pleitos donde a nadie importa políticamente la decisión que se tome. Pero en ciertos momentos y casos, se da una intolerable presión de la prensa -que a menudo renuncia también a la cuota de independencia que le corresponde en la vida- cuando no de los propios políticos, ante decisiones judiciales. En tales casos, ha de resaltarse que el daño no sólo lo causa el injusto embate, que sería insólito en Alemania o Gran Bretaña, sino el silente nihil obstat de quien debió hablar y no lo hizo, consintiendo el atropello y fomentando que vuelva a producirse, al tiempo que crea desamparo y soledad al juez, a quien la independencia viene costando sangre, sudor y lágrimas, así como desdoro de la función constitucional del órgano llamado a defenderla.

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