Ecoley

La división de poderes y la administración de justicia (I)

Foto: Archivo.

No hay ningún Estado de Derecho perfecto, sino aproximaciones políticas que aspiran más o menos al ideal que proclaman sus Constituciones. El pilar sobre el que descansa la armazón constitucional es el imperio de la Ley, para cuya garantía de prevalencia se estatuye el principio de división de poderes. Esta división ha de ser real, efectiva, no puramente simbólica.

En España no se puede sostener que haya división de poderes en ese sentido estricto y propio, porque no cabe afirmar que el poder judicial esté equilibrado, contrapesado con los otros dos para que mutuamente se justifiquen y controlen. Cada día más es la fuerza expansiva de los partidos la que simplifica y desnaturaliza la idea de poderes constitucionales autónomos, sustituyéndola por versiones funcionales de un poder único, inescindible, que se distribuye y modula en cada caso. De ahí a aquel principio -¿Lo recuerdan?- de "unidad de poder y coordinación de funciones" va sólo un paso pequeño.

El poder judicial, a diferencia de los otros dos, está atomizado, reside en cada uno de los jueces y tribunales, se personifica en ellos. Pero se trata de un poder (el único que con tal nombre designa la Constitución) que en su funcionamiento como garantía de los derechos y libertades requiere ciertos presupuestos básicos o condiciones indeclinables, sin los cuales propende a ser meramente nominal u honorífico, enucleado de su esencia institucional. Obvio es decir que nutrir a juzgados y tribunales de los medios personales, normativos, técnicos y materiales que precisan corresponde a la Administración, al otro poder, al verdadero poder. Y aquí empiezan los problemas.

De nada sirve proclamar enfáticamente la independencia judicial, que es el aire que respira la jurisdicción para cumplir su misión constitucional, cuando se dificulta a los jueces y tribunales el desarrollo de su labor con efectiva plenitud. De una manera creciente, que se percibe en gestos de valor relevante y que en estos tiempos de crisis viven un recrudecimiento insólito, cada día más la función judicial está en las manos materiales del Ejecutivo. Y no se trata sólo de dinero, pero también se trata de dinero.

Así, bajo la excusa de centrar al juez en su auténtica labor y descargarlo de adherencias indeseables y tareas enojosas, se ha creado una oficina judicial que le desagrega de la relación directa y personal con su equipo, bajo la que históricamente se asentaba su labor, al tiempo que se articulan unas nebulosas unidades de trabajo que, en la práctica, quedarán al cuidado de nadie, para sustanciar las sucesivas fases de los procedimientos. Esta cadena de montaje, que desapodera de manera nada inocente al juez del control sobre su actividad (como si en un tribunal hubiera algo que no fuera, en rigor, estrictamente judicial), es deferida al cuerpo de Secretarios Judiciales -al menos conservan su nombre-, que se organiza jerárquicamente, con el ápice de su pirámide en la calle de San Bernardo, sede del Ministerio de Justicia.

Nada de ingenuidad, pues.

Los ejemplos de esa progresiva privación de medios e instrumentos normativos son numerosos: como muestra, valgan los botones de la asignación de la investigación criminal al Ministerio Fiscal, despojando de esa función a los jueces de instrucción -si es que el proyecto de ley progresa con un Parlamento a punto de su disolución-. Se trata de un ritornello que, bajo una exquisita justificación dogmática, no deja de ocasionar desasosiego habida cuenta de que se confía a una institución a la que, ni constitucionalmente ni, menos aún, en su quehacer cotidiano, se la puede equiparar al estatuto de independencia de que gozan jueces y tribunales. Nada de inocencia, pues. Me abstengo de ahondar en la idea, que doy al lector por sabida.

Luego está la digitalización judicial, asombroso señuelo que, bajo el siempre estimulante amparo de la modernización -palabra de la que vengo oyendo hablar en mis veintiséis años de juez sin que nada haya sido modernizado gran cosa- es como aquellos espejuelos y bolitas de colores con que se engatusaba a los indígenas prestos a la colonización, que es como nos sentimos algunos jueces -bastantes, podría decirse-, sobre todo porque esa digitalización, que no es mala idea, vuelve a situar al Ministerio de Justicia en el centro del damero, en un lugar protagonista que jamás ha de ocupar para no hacer peligrar, justamente, la división de poderes. El Ejecutivo no debería gozar de esos cinco minutos de gloria que Andy Warhol prometió a todo el mundo.

La digitalización es buena pero, aunque funcione bien y se instaure con éxito -lo que deseo con fervor pero auguro que tardará en lograrse- crea una asfixiante dependencia del Ministerio y de una legión de burócratas que, mientras se encuentran absorbidos por este designio de modernizarnos, desatienden otros muchos frentes, abandonados acaso por los estragos de la crisis: así, es cada día más difícil conseguir bolígrafos y material de oficina en las sedes judiciales.

Valga también, aunque no por su relieve público, sino por su notable valor como ejemplo, las arduas y tempestuosas negociaciones con el Ministerio para lograr la fijación y abono de una retribución complementaria asociada a la idea de la productividad.

Al margen del desconcierto que causa vincular la nómina de los jueces con la actividad ponedora de sentencias -cual si en granja avícola estuviéramos- y de la desolación con que ese magro maná compensatorio será repartido, una vez privado de una norma reglamentaria estable, sustituida año a año por la negociación fenicia o de mercado persa, lo que crea perplejidad no es la existencia de esa remuneración y sus peculiares criterios, sino que sea el Ministerio, como patrón, como padrecito, quien tenga en sus manos abrir o cerrar el grifo del dinero, según sople el viento, para conducirse con munificencia y largueza -las menos veces- o con la cicatería de un Shylock.

No se oculta que este nuevo orden de relaciones altera la posición de cada quien en el contexto constitucional y, tristemente, con sacrificio de la separación de poderes, cuya bandera se arría tan a menudo, de un modo tan indisimulado, que ya cansa, ante la obsecuencia poco beligerante de las asociaciones judiciales, que fungen en la práctica como sociedades de socorros mutuos para promover a sus afiliados, pero forman parte de ese juego como indispensables colaboradores. En otras palabras, que escandaliza que no se escandalicen.

Y todo ello, también, ante la pasividad próxima a la inexistencia del Consejo General del Poder Judicial que, como la orquesta del Titanic, se ocupa de las cosas importantes en el momento adecuado, como decidir si toca un foxtrot o un vals como banda sonora del hundimiento.

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