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La revocación de actos de gravamen

Foto: Archivo.

Si la semana pasada me refería al recurso de anulación creado en la Ley General Tributaria (LGT) de 2003, ahora se analiza otra figura de perfiles inciertos, la de la revocación estatuida en su artículo 219, a propósito de una sentencia del Tribunal Supremo de 19 de mayo de 2011 que da la razón a la Administración y casa, por tanto, una sentencia del TSJ de Canarias que reconoció el derecho al interesado al trámite revisorio.

Me parece que esta sentencia es una oportunidad perdida para darle pleno sentido al precepto y no privarlo por completo de virtualidad práctica, como ha sucedido con otras figuras arrumbadas a causa de interpretaciones restrictivas del Alto Tribunal (por todos, el ejemplo de la extensión de efectos ahora yacente).

La Sala de Canarias estimó la demanda, reconociendo el derecho al trámite, esto es, concediendo la oportunidad de que la Administración examinara la razonabilidad de la solicitud, que había sido rechazada de plano bajo la afirmación, un tanto tosca, de que no concurría causa legal de revocación, conclusión a la que, lógicamente, se llegó sin haber sustanciado el procedimiento necesario para poder determinarlo.

El fundamento de la Sentencia del TS que acoge la casación del Abogado del Estado, no digo que sea erróneo, pero no lo comparto. Descansa en que el procedimiento se incoa de oficio, como una copiosa jurisprudencia venía admitiendo. De ahí se pasa a que, siéndolo, no tiene el interesado derecho alguno al procedimiento, pues la decisión de revocar o no es graciable o, al menos, discrecional -aseveración de la que discrepo, con tanta energía como respeto-; finalmente, se extrae del artículo 10.1 del Reglamento de Revisión del 2005 -que, interpretado de la forma en que se hace, creo que sería contrario al artículo 219 de la LGT y, por tanto, ilícito- que el único trámite obligado para la Administración es acusar recibo de la solicitud.

La clave para acercarnos a la figura de la revocación del artículo 219 LGT nos obliga a considerar su contexto normativo, sin dejarnos seducir por la semejanza nominal con el artículo 105 Ley 30/1992. En este último se reconoce una facultad de la Administración para expulsar del mundo jurídico los actos de gravamen o desfavorables al interesado -como por lo común son los actos tributarios- "?siempre que tal revocación no constituya dispensa o exención no permitida por las leyes, o sea contraria al principio de igualdad, al interés público o al ordenamiento jurídico?".

Este es el sentido último de que tal facultad sea de oficio y que, además, no haya un derecho subjetivo del interesado a obtener la revocación, pues en la decisión que conduce a ella la Administración puede valorar razones de oportunidad, dentro de los márgenes que le concede el precepto.

A diferencia de ese régimen, si nos detenemos en la lectura del artículo 219 LGT, en las razones determinantes de la revocación ya no rigen criterios de oportunidad o discrecionalidad, sino más bien de estricta legalidad, pues la potestad revocatoria de los actos entra en juego, en beneficio del interesado "?cuando se estime que infringen manifiestamente la ley, cuando circunstancias sobrevenidas que afecten a una situación jurídica particular pongan de manifiesto la improcedencia del acto dictado, o cuando en la tramitación del procedimiento se haya producido indefensión a los interesados".

Por tanto, este artículo 219 LGT se aleja de su supuesto confesado modelo del artículo 105: es un mixtum que incorpora, en primer lugar, la causa del antiguo art. 154 LGT de 1963, para casos en que se haya infringido manifiestamente la Ley, donde no hay espacio para la apreciación subjetiva; prosigue admitiendo la revocación por razones sobrevenidas determinantes de la improcedencia -y que son también de rigurosa legalidad, no de oportunidad-; y, finalmente, a la vista de la indefensión ocasionada que, no es difícil advertir, desemboca en la nulidad de pleno derecho del acto (art. 24.1 CE y 217.1.a) LGT). Siendo ello así, no cabe admitir, como hace el Tribunal Supremo de forma poco matizada, que la Administración puede revocar o no revocar, a su libérrima voluntad, aserto reforzado por el hecho de que el interesado ya perdió su oportunidad para recurrir los actos afectados.

Siendo ello así, me parece excesivamente radical la idea transmitida por el Tribunal Supremo conforme a la cual, puesto que la Administración actúa de oficio y, además, ejercita una potestad discrecional, nada le impide inadmitir in limine litis la solicitud de revocación, pese a que el artículo 219 LGT no prevea la inadmisión como forma de terminación del procedimiento. Tal solicitud, por otra parte, sólo puede entenderse como mera sugerencia o excitación al órgano competente. Ese escrito de promoción -así lo cataloga el reglamento de revisión de 2005, que es el que manda en la pirámide normativa inversa en que ha dado el Derecho Tributario- no equivale a una acción o un recurso.

Sin embargo, creo que las cosas no son como las conceptúa el Tribunal Supremo. Aun admitiendo los presupuestos de los que parte, la Ley no puede ser interpretada conforme al reglamento, que es lo que a la postre ha sucedido aquí, pues en éste, obsequiosa y genuflexa la norma, se dice que "?la Administración quedará exclusivamente obligada a acusar recibo del escrito?", lo que es dotarla de un privilegio para soslayar trámites esenciales configurados por el precepto con rango de ley, como el informe jurídico o la audiencia al interesado.

Por lo demás, puede concurrir arbitrariedad por el hecho de no cursar una solicitud revocatoria aparentemente fundada. Es cierto que la seguridad jurídica es un principio de singular peso en nuestro Derecho, pero debe ceder ante la justicia, que es un valor superior, sin la cual la seguridad jurídica carece de valor y razón.

De no aceptarse ese derecho al trámite que el Tribunal Supremo niega, se llega a convertir en discrecional una potestad que la ley no configura como tal, sino como reglada, pues no cabe concluir otra cosa cuando el acto, por ejemplo, infringe manifiestamente la Ley. ¿O es que, en presencia de un acto nulo, la Administración tiene en sus manos la decisión libre y voluntaria de mantener sus efectos? O cuando acaecen circunstancias sobrevenidas que afectan a los hechos en que se funda un acto, por ejemplo, una sanción. ¿Es entonces lícito confiar a la Administración una libertad de la que no va a rendir cuentas?

En definitiva, se viene a desactivar una figura jurídica que, si bien es nebulosa en sus contornos, serviría para mitigar los efectos nocivos de algunas resoluciones y, al tiempo, para no desbocar el alcance desaforado con que la Administración interpreta la excepción de acto firme y consentido, que en este caso equivaldría a la absoluta inanidad de este instrumento que la Ley, acaso en su ingenuidad, arbitra.

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