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Poder sancionador, poder limitado (II)

Imagen: Archivo

Anticipé en el número anterior que es perceptible un auge de las sanciones impuestas por infringir el artículo 203 LGT, que castiga la resistencia, obstrucción, excusa o negativa a las actuaciones de la Administración tributaria.

El desmesurado y confuso precepto suscita amplias dudas de orden dogmático, la primera de las cuales es la identidad del sujeto infractor, que en un sentido teórico podría ser tanto el comprobado -al que la ley, en su acto fallido freudiano, llama obligado tributario-, como un tercero, pues las conductas permiten aplicarse a ambos.

Al margen de ello, acaso no se haya reparado lo suficiente en que las conductas tipificadas podrían entrar en concurso de leyes con algunas de las que prevé el artículo 199 LGT, que en su desorden constitutivo abarca dos modalidades un tanto disímiles: la infracción por presentar incorrectamente autoliquidaciones o declaraciones sin perjuicio económico o las contestaciones a requerimientos individualizados de información.

Estos requerimientos individualizados -¿podrían no serlo?- se prevén en los apartados 4 a 6 del artículo 199 y pueden dar lugar a casos de concurrencia con algunas de las conductas del artículo 203, sin que la ley lo advierta y sin informar al intérprete sobre si juega entre ambos preceptos el principio lex specialis derogat generalis, en cuyo caso me reconozco incapaz de determinar cuál de ellos sería especial y por tanto preferente.

Volvamos al sujeto activo de la infracción que puede ser el sujeto pasivo del Impuesto -esta terminología podría suscribirla Groucho Marx como complemento a su exposición sobre la primera parte contratante de la segunda parte contratante-. Pues bien, de aceptarse que el autor de la infracción del artículo 203 LGT puede ser el comprobado o un tercero, no les asigna una responsabilidad particularizada, condigna con su diferente posición en relación con los hechos y datos de cuya aportación se trata.

Al margen de ello, vuelve al debate la vieja cuestión sobre el derecho constitucional a no confesarse culpable, a no declarar contra sí mismo y a la presunción de inocencia (artículo 24.2 CE). Es verdad que tal derecho ha sido seriamente degradado por el Tribunal Constitucional a un papel poco más que simbólico, pero esa limitación sólo será aceptable en función de en qué clase de procedimiento se incumple el deber reclamado. Sería indudable que el incumplimiento no podría ser castigado si colisiona con ese derecho constitucional en una actuación de tipo sancionador o cuando se vislumbra el propósito de emprender un proceso penal por delito fiscal. En tales casos, debe primar con carácter absoluto el derecho a no aportar la información inculpatoria.

También es relevante la legitimidad del requerimiento o información desatendida. Aquí, la ley incurre en un error que también es, según creo, una torpeza que dificultará la virtualidad sancionadora de la norma: si realmente lo que se persiguiera fueran las actitudes recalcitrantes o activas de resistencia u oposición a que la Administración ejercite sus potestades, estaríamos en presencia de delitos, no de infracciones administrativas. Así, por ejemplo, "las coacciones a los funcionarios de la Administración tributaria" (artículo 203.1.e). Parece inconcebible la coacción a un funcionario en el ejercicio de sus funciones que sea indiferente al Código Penal. Otro ejemplo, pues, de defectuosa técnica legislativa.

Ahora bien, parece que hay un hiato entre el rótulo del precepto, que alude a conductas ciertamente graves, y la descripción que de la resistencia, obstrucción, excusa y negativa contiene el abigarrado precepto, sólo parcial y lejanamente asimilable a tales conceptos.

Dada la amplitud, pues, con que el artículo redefine e identifica ciertas omisiones con la resistencia, obstrucción, etc. (artículo 203.1), por cierto, sin diferenciar unas de otras, como si no entrañaran actitudes dispares, decrecientes en gravedad en el orden en que se enumeran, al final basta con no atender un requerimiento no facilitar el examen de documentos, libros o contabilidad para que aparezca la infracción, bajo ese concepto global e indistinto de "resistencia, obstrucción, excusa o negativa", máxime cuando la reprochabilidad social y jurídica de éstas es superior, claramente, a la que representa la mera omisión del deber de colaborar.

Otro de los motivos de censura es que la infracción se basa en una presunción de legalidad del requerimiento que no tendría por qué ser tal -como presupuesto de la sanción- incluso cuando hubiera quedado firme y consentido, lo que desplegaría sus efectos en el procedimiento que fuere, pero no sería un elemento del tipo inmune al control judicial.

Además, el sistema escalonado de sanciones que se articula, en función de que los requerimientos -verdadero objetivo del precepto, pese a los diversos señuelos- sean uno, dos o tres, lo cual no es en principio censurable, culmina con una desaforada cúspide de 400.000 euros.

La respuesta penológica se construye aquí con una intensa tonalidad de responsabilidad objetiva o por el resultado, al asociar invariablemente el quantum de la multa a las operaciones a que se refiere el requerimiento no atendido. Ello lleva a la insensata conclusión legal -que no es una hipótesis de laboratorio- de que cuando el requerimiento se incumple del todo, no por aportación parcial o tardía, la sanción podría alcanzar el 2 por ciento de la cifra de negocios, hasta ese tope de los 400.000 euros.

En otras palabras, incumplir un requerimiento en que están en juego 1.000 o 2.000 euros, pongamos por caso, en la base imponible del impuesto de un tercero, puede suponer al incumplidor una sanción de esa cuantía desmedida, desproporcionada sin ambages con la infracción y con el bien jurídico protegido.

Ésta es, quizá, la mayor crítica que merece un precepto que, fiel a un sistema punitivo que vive de espaldas a los principios y garantías penales, objetiva el importe de las sanciones prescindiendo de la reprochabilidad de la conducta y centrándose sólo en el resultado. Ese defecto de diseño legal podría haber sido modulado con una interpretación de las normas razonable y moderada, no azuzada por el frenesí recaudatorio. A fin de cuentas, es uno de los pocos preceptos en que la ley tributaria abre paso al principio de proporcionalidad, permitiendo determinar la sanción entre un grado máximo y un mínimo, lo que favorece la ponderación de las circunstancias de antijuricidad y culpabilidad, ideas que los tributaristas, erráticos como Caín, andamos aún pesquisando.

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