
La reciente polémica sobre la estatua de Colón que se erige junto al puerto de Barcelona, ha cobrado la inesperada forma de un debate no solo moral sino también jurídico: ¿pueden considerarse genocidas a Colón y a los que lo siguieron en el proceso de conquista y colonización española de las Américas? Se trata de un ejemplo paradigmático de cómo el hecho de usar términos jurídicos con falta de precisión entorpece el debate político y moral, oscureciéndolo y alejándolo de lo que realmente merece la pena discutir.
Más allá del obvio anacronismo (el término genocidio se acuña a mediados del siglo XX), la extensión de este concepto a los hechos en cuestión encierra una confusión conceptual que merece la pena desentrañar. Permítaseme la crudeza en los términos, pues el asunto no permite florituras. El genocidio no consiste en matar a mucha gente que pertenece a una raza o grupo determinados.
El genocidio consiste en matar a mucha gente que pertenece a una raza o grupo determinados con la intención de exterminar o destruir esa raza o grupo. La "solución final" que pretendían los nazis a lo que ellos llamaban el problema judío es por eso el ejemplo paradigmático. Al horror moral de cada muerte, se añade la voluntad explícita de eliminar a una raza.
El objetivo expreso y declarado de la colonización americana fue expandir la religión católica y convertir a los indígenas, que desde la perspectiva de los cristianos vivían en el paganismo. Esto es conceptual y, naturalmente, incompatible con la voluntad de su exterminio, que habría chocado de pleno con la legitimidad de la que los españoles se creían atribuidos, por muy errónea que nos pueda parecer o incluso cínica. Pero ése es otro debate.
¿Se equivocan, pues, los polemistas al criticar la colonización española de las Américas y al echar sombras sobre la celebración del 12 de octubre? Desde mi punto de vista no, pues esa pretensión es pertinente y legítima. En lo que yerran es en cómo lo hacen. Lo peor de utilizar las palabras confusamente es que, a costa de levantar pasiones, se desenfoca el debate privándonos así de la oportunidad de enriquecerlo y de ver las cosas con mejor perspectiva.
Por ejemplo, más útil sería destacar los nombres de los españoles que en aquella época denunciaban con luz y taquígrafos (por seguir con los anacronismos) la bárbara explotación de los recursos y las masacres que, en nombre de una fe cristiana o muy mal entendida, o muy abusada, se cometían. Sería interesante recordar cómo Francisco de Vitoria formulaba, en respuesta al escándalo moral que sucedió a 1492, los principios básicos del Derecho internacional moderno y de los derechos humanos.
Resulta sonrojante comprobar cómo, en las Facultades de Derecho y de Filosofía de todo el mundo, Vitoria es considerado una figura pionera de trascendencia global, mientras que es apenas conocido en la cultura española.
Por no hablar de Bartolomé de las Casas, quien polemizaba con aquél por parecerle su posición aún demasiado conservadora y fue capaz de que en los dos centros de poder más importantes de su tiempo, la Corte española y el Papado romano, resonara la voz del "indio" con toda la fuerza de la opresión sufrida. El abuso de una palabra que suena fuerte funciona para elevar el tono y detonar la deflagración fácil de la polémica. Pero son mejores las palabras precisas, que bajan el volumen al tiempo que enriquecen la perspectiva.
Más que ver la estatua del marino por tierra, me gustaría que, junto a la suya, se erigiera una a Vitoria o a de Las Casas. Esto simbolizaría una visión más plural y más compleja del fabuloso acontecimiento que fue el mal llamado descubrimiento de América.