
El proceso de integración europea es el mayor éxito de la Europa del siglo XX. Persigue la paz y el buen vecindaje entre países, a los que obliga a entenderse. Empezando por lo más inmediato, el mercado común, la integración europea ayuda también a los Estados miembros a ser más competitivos. Es una apuesta estratégica que potencia la capacidad de Europa.
Con el principio de no discriminación por nacionalidad, la integración levanta los efectos de las fronteras interiores. Se basa en la gestión común de tareas transferidas a la Unión Europea: parte de la competencia en el mercado, la agricultura y el comercio exterior, pasa por la política regional y la coordinación de las políticas sociales, y llega a la política monetaria y fiscal, desde 1999 y en los países de la Eurozona.
El proceso de cesión de competencias de los Estados miembros a la Unión Europea ha coincidido también con una amplia descentralización estatal, con una extensa cesión de competencias de los Estados centrales a las regiones. España es el caso paradigmático de esta doble cesión de competencias hacia arriba (la Unión) y hacia abajo (las regiones). En consecuencia, en esta nueva Europa las regiones encuentran un mejor encaje. También por ello, en las dos últimas décadas la política regional europea fue la política estrella, en auge y la más legitimada de la Unión.
La mayor complejidad de la Unión Europea se confirmó con la ampliación de la Unión con 12 países, la mayor parte de los ellos pequeños, de nueva independencia, fruto de la desintegración de varios antiguos imperios europeos, con trayectorias políticas, económicas y sociales sui generis, y en transición hacia la democracia y la economía de mercado. Tras el doble proceso de transferencia de competencias a la Unión y a las regiones, hoy algunos Estados aparecen como vacíos. En esta nueva Europa de las regiones, federalizante y descentralizada, y con Estados centrales débiles, la Unión aparece como el sólido referente político, económico, social e ideológico, como un ancla en la democracia política y el progreso económico y social.
Y ahí aparece una tensión dialéctica entre integración y desintegración. La integración europea favorece la desintegración de los Estados nacionales. Sin duda, el europeísmo es el mejor antídoto del nacionalismo. El proceso de integración es antinacionalista. Ahí radica su valor histórico y político. Dícese así que los Estados nación han pasado a ser Estados miembros. Entonces, en esta nueva Europa, han aparecido tendencias nacionalistas de nuevo cuño, que llaman a la separación de algunas regiones de algunos viejos Estados nacionales.
Por sus crímenes, guerras y genocidios, el nacionalismo de los Estados europeos fue enterrado, trabajosamente y básicamente a merced a Gran Bretaña, los Estados Unidos y la Unión Soviética. No obstante, ahora el nacionalismo reaparece en forma de movimientos a menudo populistas que aspiran a convertir su región en una nación, a ser Estado soberano, y si se tercia miembro de la Unión Europea.
El riesgo de desintegración de varios Estados es, pues, otro reto más para Europa. Vale decir que lo que en este otoño 2014 ocurra con Escocia y Cataluña será premonitorio para el futuro de Europa. El nacionalismo, y más aún el secesionismo es contradictorio con los Estados contemporáneos y con el proceso de integración europea. Por ello, la separación de una parte del territorio de un Estado no se contempla en ninguna constitución, como tampoco se contempla ni se contemplará, por ejemplo, en los estatutos de las comunidades autónomas españolas la secesión de una provincia, comarca o isla. Y, sin embargo, las democracias no están avezadas a enfrentar el desafío separatista, especialmente cuando lo enarbola un gobierno regional legítimo, volcado a la tarea de socavar el Estado en el que vive.
Por si ésta no fuera tensión suficiente, la Unión Europea está sometida a otra presión desintegradora adicional. Es de naturaleza diferente y le afecta a ella misma: procede de Gran Bretaña, incómoda con la creciente complejidad de la Unión y con el desarrollo de las políticas comunitarias. Unión, Estados, regiones: en síntesis, podemos aseverar que, si la graduación entre integración y autonomía se dirime a través de las instituciones del Estado de derecho, la democracia y Europa saldrán fortalecidas.
Ferran Brunet, profesor de Economía europea de la Universitat Autònoma de Barcelona.